viernes, 10 de diciembre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA. SIGMUND FREUD (1924-1925)

EL CONCEPTO LO INCONSCIENTE
En cambio, el psicoanálisis se vio obligado, por el estudio de las represiones patógenas y de otros fenómenos que más adelante mencionaremos, a conceder una extraordinaria importancia al concepto de lo inconsciente. Para el psicoanálisis todo es, en un principio, inconsciente, y la cualidad de la conciencia puede agregarse después o faltar en absoluto. Estas afirmaciones tropezaron con la oposición de los filósofos, para los que lo consciente y lo psíquico son una sola cosa, resultándoles inconcebible la existencia de lo psíquico inconsciente. El psicoanálisis tuvo, pues, que surgir adelante sin atender a esta idiosincrasia de los filósofos, basándose en observaciones realizadas en material patológico absolutamente ignoradas por sus contradictores y en las referentes a la frecuencia y poderío de impulsos de los que nada sabe el propio sujeto, el cual se ve obligado a deducirlos como otro hecho cualquiera del mundo exterior. Podía alegarse, además, que lo que hacía no era sino aplicar a la propia vida anímica la forma en que nos representamos la de otras personas. A éstas les adscribimos actos psíquicos de los cuales no poseemos una conciencia inmediata, teniéndolo que deducir de las manifestaciones del individuo de que se trata. Ahora bien: aquello que creemos acertado cuando se trata de otras personas, tiene que serlo también con respecto a la propia.
Continuando el desarrollo de este argumento y deduciendo de él que los propios actos ocultos pertenecen a una segunda conciencia, llegaremos a la concepción de una conciencia de la que nada sabemos, o sea, de una conciencia inconsciente, resultando aún más difícilmente admisible que la hipótesis de la existencia de lo psíquico inconsciente. Si, en cambio, decimos con otros filósofos que reconocemos los fenómenos patológicos, pero que los actos en los que dichos fenómenos se basan no pueden ser calificados de psíquicos, sino de psicoides, no haremos sino iniciar una discusión verbal totalmente infructuosa, cuya mejor solución será siempre, además, el mantenimiento de la expresión «psiquismo inconsciente». Surge entonces el problema de qué es lo que puede ser este psiquismo inconsciente, problema que no ofrece ventaja ninguna con respecto al anteriormente planteado sobre la naturaleza de lo consciente.
Más difícil sería exponer sintéticamente cómo el psicoanálisis ha llegado a articular el psiquismo inconsciente, cuya existencia reconoce, descomponiéndolo en un psiquismo preconsciente y un psiquismo propiamente inconsciente. Creemos bastará hacer constar que parece legítimo completar aquellas teorías que constituyen la expresión directa de la experiencia empírica con hipótesis adecuadas al dominio de la materia relativa a circunstancias que no pueden ser objeto de la observación inmediata. No de otro modo suele procederse en disciplinas científicas más antiguas que la nuestra.
La articulación de lo inconsciente se halla enlazada con la tentativa de representarnos el aparato anímico compuesto por una serie de instancias o sistemas, de cuya relación entre sí hablamos desde un punto de vista espacial, independiente en absoluto de la anatomía real del cerebro. Es éste el punto de vista que calificamos de tópico. Estas y otras ideas análogas pertenecen a una superestructura especulativa del psicoanálisis, cada uno de cuyos fragmentos puede ser sacrificado o cambiado por otro, sin perjuicio ni sentimiento alguno, en cuanto resulte insuficiente.
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jueves, 9 de diciembre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA. SIGMUND FREUD (1924-1925)

EL MÉTODO PSICOANALÍTICO


La teoría de la represión constituyó la base principal de la comprensión de las neurosis e impuso una modificación de la labor terapéutica. Su fin no era ya hacer volver a los caminos normales los afectos extraviados por una falsa ruta, sino descubrir las represiones y suprimirlas mediante un juicio que aceptase o condenase definitivamente lo excluido por la represión. En acatamiento a este nuevo estado de cosas, di al método de investigación y curación resultante el nombre de psicoanálisis en sustitución del de catarsis. Podemos partir de la represión como punto central y enlazar con ella todas las partes de la teoría psicoanalítica.
Pero antes quiero consignar una observación de carácter polémico. Según Janet, era la histérica una pobre criatura que a consecuencia de una debilidad constitucional no podía mantener en coherencia sus actos anímicos, sucumbiendo así a la disociación psíquica y a la disminución de la conciencia. Pero, conforme a los resultados de las investigaciones psicoanalíticas, eran estos fenómenos el resultado de factores dinámicos del conflicto psíquico y de la represión realizada. A mi juicio, es esta diferencia lo suficientemente amplia para poner fin a la infundada afirmación, tantas veces repetida, de que lo único importante del psicoanálisis es lo que éste ha tomado de las teorías de Janet. La exposición que hasta aquí vengo realizando ha de haber mostrado claramente al lector que el psicoanálisis es totalmente independiente, desde el punto de vista histórico, de los descubrimientos de Janet, siendo, además, su contenido muy distinto y mucho más amplio. De los trabajos de Janet no hubieran podido deducirse jamás las consecuencias que han dado al psicoanálisis una tan amplia importancia en los dominios de la ciencia, atrayéndola el interés general. En todos mis trabajos he hablado de Janet con el mayor respeto, pues sus descubrimientos coincidieron en mucha parte con los de Breuer, realizados con anterioridad, aunque publicados después. Pero cuando el psicoanálisis comenzó a discutirse también en Francia, Janet se condujo con poca corrección, mostrando muy escaso conocimiento de la materia y utilizando argumentos ilegítimos. Por último, ha disminuido todo el valor de su obra, declarando que cuando hablaba de actos psíquicos «inconscientes», ello no constituía sino de «façon de parler».
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miércoles, 8 de diciembre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA. SIGMUND FREUD (1924-1925)

LA TEORÍA DE LA REPRESIÓN

Pero el hipnotismo había prestado al tratamiento catártico extraordinarios servicios, ampliando el campo de la conciencia del sujeto y proporcionándole un conocimiento del que carecía en estado de vigilia. No parecía, pues nada fácil hallar con qué sustituirlo. En esta perplejidad, recordé un experimento del que había sido testigo durante mi visita a Bernheim. Cuando el sujeto despertaba del sonambulismo, parecía haber perdido todo recuerdo de lo sucedido durante dicho estado. Pero Bernheim afirmaba que sabía perfectamente cuándo había pasado, y cuando le invitaba a recordarlo, insistiendo en que nada de ello ignoraba, debiendo decirlo, y colocaba la mano sobre la frente del sujeto, acababan por surgir los recuerdos olvidados, vacilantemente primero y luego con absoluta fluidez y claridad. Decidí, pues, emplear este mismo procedimiento. Mis pacientes tenían también que «saber» lo que antes les hacía accesible la hipnosis, y mi insistencia en este sentido había de tener el poder de llevar a la conciencia los hechos y conexiones olvidados. Este procedimiento habría de ser más trabajoso que el hipnótico, pero también más instructivo. Abandoné, pues, el hipnotismo y sólo conservé de él la colocación del paciente en decúbito supino sobre un lecho de reposo, situándome yo detrás de él de manera a verle sin ser visto.
Mis esperanzas se cumplieron por completo. Abandoné el hipnotismo, pero el cambio de táctica trajo consigo un cambio de aspecto de la labor catártica. El hipnotismo había encubierto un juego de fuerzas que se evidenciaba ahora y cuyo descubrimiento proporcionaba a la teoría una fase firmísima. ¿Cuál podría ser la causa de que los enfermos hubiesen olvidado tantos hechos de su vida interior y exterior y pudiesen, sin embargo, recordarlos cuando se les aplicaba la técnica antes descrita? La observación daba a esta pregunta respuesta más que suficiente. Todo lo olvidado había sido penoso por un motivo cualquiera para el sujeto, siendo considerado por las aspiraciones de su personalidad como temible, doloroso o avergonzado. Había, pues, que pensar que debía precisamente a tales caracteres el haber caído en el olvido, esto es el no haber permanecido consciente. Para hacerlo consciente de nuevo era preciso dominar en el enfermo algo que se rebelaba contra ello, imponiéndose así al médico un esfuerzo. Este esfuerzo variaba mucho según los casos, creciendo en razón directa de la gravedad de lo olvidado, y constituía la medida de la resistencia del enfermo. De este modo surgió la teoría de la represión.
Fácilmente podía reconstituirse ya el proceso patógeno. Describiremos, como ejemplo, un caso sencillo: Cuando en la vida anímica se introduce una tendencia a la que se oponen otras muy poderosas, el desarrollo normal del conflicto anímico así surgido consistiría en que las dos magnitudes dinámicas -a las que para nuestros fines presentes llamaremos instinto y resistencia- lucharían durante algún tiempo ante la intensa expectación de la conciencia hasta que el instinto quedase rechazado y sustraída a su tendencia la carga de energía. Este sería el desenlace normal. Pero en la neurosis, y por motivos aún desconocidos, habría hallado el conflicto un distinto desenlace. El yo se habría retirado, por decirlo así, ante el impulso instintivo repulsivo, cerrándose el acceso a la conciencia y a la descarga motora directa, con lo cual habría conservado dicho impulso toda su carga de energía.
A este proceso, que constituía una absoluta novedad, pues jamás se había descubierto en la vida anímica nada análogo, le di el nombre de represión. Era, indudablemente, un mecanismo primario de defensa comparable a una tentativa de fuga y precursor de la posterior solución normal por enjuiciamiento y condena del impulso repulsivo. A este primer acto de represión se enlazaban diversas consecuencias. En primer lugar, tenía el yo que protegerse por medio de un esfuerzo permanente, o sea, de una contracarga, contra la presión, siempre amenazadora, del impulso reprimido, sufriendo así un empobrecimiento. Pero, además, lo reprimido, devenido inconsciente, podía alcanzar una descarga y una satisfacción sustitutiva por caminos indirectos, haciendo, por tanto, fracasar el propósito de la represión. En la histeria de conversión llevaba dicho camino indirecto a la inervación somática, y el impulso reprimido surgía en un lugar cualquiera y creaba los síntomas que eran, por tanto, resultados de una transacción, constituyendo, desde luego, satisfacciones sustitutivas, pero deformadas y desviadas de sus fines por la resistencia del yo.
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martes, 7 de diciembre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA. SIGMUND FREUD (1924-1925)

PAPEL ETIOLÓGICO DE LA SEXUALIDAD EN LAS NEUROSIS.

Cuando en los años siguientes a la publicación de los Estudios llegué a estos resultados referentes al papel etiológico de la sexualidad en las neurosis, los expuse en varias conferencias, tropezando con la general incredulidad y oposición. Breuer intentó una vez más apoyarme con todo el peso de su autoridad personal; pero nada consiguió, tanto más cuanto que no era difícil adivinar que la aceptación de la etiología sexual era también contraria a sus inclinaciones. Hubiera podido desorientarme y dar armas a la crítica alegando el caso de su primera paciente, en la que no parecía haber intervenido para nada el factor sexual. Pero jamás utilizó tal argumento, circunstancia que no llegué a comprender hasta que algún tiempo después pude interpretar acertadamente dicho caso y reconstruir el punto de partida de su tratamiento basándome en las observaciones que sobre él me había comunicado Breuer. Terminada la labor de «amor de transferencia», y no acertando Breuer a relacionar dicho estado en la enfermedad, hubo de cortar, lleno de confusión, su trato con la sujeto, resultándole desde aquel momento muy penoso todo lo que le recordaba este incidente, al que consideraba como una infortunada casualidad. Su conducta para conmigo osciló repentinamente entre el reconocimiento de mis afirmaciones y su más acerba crítica. Luego surgieron, como siempre en estas situaciones, circunstancias fortuitas que acabaron provocando nuestra separación.
Mi estudio de las formas de la nerviosidad general me llevó asimismo a modificar la técnica catártica. Abandoné la hipnosis e intenté sustituirla por otro método, buscando superar la limitación del tratamiento a los estados histeriformes. Además, había comprobado dos graves insuficiencias del empleo del hipnotismo, incluso en su aplicación a la catarsis. En primer lugar, los resultados terapéuticos obtenidos desaparecían ante la menor perturbación de la relación personal entre médico y enfermo. Volvían ciertamente a aparecer una vez conseguida la reconciliación; pero se demostraba así que la relación personal afectiva -factor imposible de dominar- era más poderosa que la labor catártica. Además, llegó un día en el que me fue dado comprobar algo que sospechaba ya desde mucho tiempo atrás. Una de mis pacientes más dóciles, con la cual había obtenido por medio del hipnotismo los más favorables resultados, me sorprendió, un día que había logrado libertarla de un doloroso acceso refiriéndolo a su causa inicial, echándome los brazos al cuello al despertar del sueño hipnótico. Una criada que llamó a la puerta en aquellos momentos nos evitó una penosa explicación; pero desde tal día renunciamos, por un acuerdo tácito, a la continuación del tratamiento hipnótico. Suficientemente modesto para no atribuir aquel incidente a mis atractivos personales, supuse haber descubierto con él la naturaleza del elemento místico que actuaba detrás del hipnotismo. Para suprimirlo o, por lo menos, aislarlo tenía que abandonar el procedimiento hipnótico.

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lunes, 6 de diciembre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA. SIGMUND FREUD (1924-1925)

NEUROSIS ACTUALES Y PSICONEUROSIS
De este modo llegué a considerar las neurosis, en general, como perturbaciones de la función sexual, siendo las llamadas neurosis actuales una expresión tóxica directa de dichas perturbaciones, y las psiconeurosis, una expresión psíquica de las mismas.
Mi conciencia médica quedó satisfecha con este resultado, pues esperaba haber llenado una laguna de la Medicina, la cual no admitía, con relación a una función tan importante biológicamente como ésta, otras perturbaciones que las causadas por una infección o por una grosera lesión anatómica. Aparte de esto, mi teoría se hallaba de acuerdo con la opinión médica de que la sexualidad no es simplemente algo psíquico, sino que tiene también su faceta somática, debiéndose atribuirle un quimismo especial y derivar la excitación sexual de la presencia de determinadas materias aún desconocidas. El hecho de que las neurosis espontáneas, propiamente dichas, no mostrasen tanta analogía con ningún grupo de enfermedades como con los fenómenos de intoxicación y abstinencia provocados por la introducción o sustracción de ciertas materias tóxicas o con la enfermedad de Basedow, cuya dependencia del producto de la glándula tiroides es generalmente conocida, tenía también que poseer algún fundamento.
Posteriormente no he tenido ocasión de volver sobre las investigaciones de las neurosis actuales. No ha habido tampoco nadie que haya continuado esta parte de mi labor. Volviendo hoy la vista a los resultados entonces obtenidos, reconozco en ello una primera y burda esquematización de un estado de cosas probablemente mucho más complicado; pero continúo considerándolos exactos. Me hubiera complacido someter al análisis psicoanalítico en épocas posteriores del desarrollo de nuestra disciplina otros casos de neurastenia pura, juvenil; pero, como ya indiqué antes, no he tenido ocasión para ello. Para evitar equivocadas interpretaciones haré constar que estoy muy lejos de negar la existencia del conflicto psíquico y de los complejos neuróticos en la neurastenia. Me limito a afirmar que los síntomas de estos enfermos no se hallan determinados psíquicamente ni son susceptibles de supresión por medio del análisis, debiendo ser considerados como consecuencias tóxicas directas de la perturbación del quimismo sexual.
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lunes, 29 de noviembre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA. SIGMUND FREUD (1924-1925)

NEURASTENIA Y NEUROSIS DE ANGUSTIA.
Bajo la influencia de mi sorprendente descubrimiento di un paso que ha tenido amplias consecuencias. Traspasé los límites de la histeria y comencé a investigar la vida sexual de los enfermos llamados neurasténicos, que acudían en gran número a mi consulta. Este experimento me costó gran parte de mi clientela; pero me procuró diversas convicciones, que hoy día, cerca de treinta años después, conservan toda su fuerza. Era, desde luego, necesario vencer la infinita hipocresía con la que se encubre todo lo referente a la sexualidad; pero una vez conseguido esto, se hallaban en la mayoría de estos enfermos importantes desviaciones de la función sexual. Dada la gran frecuencia tanto de dichas desviaciones como de la neurastenia, no presentaba su coincidencia gran fuerza probatoria; pero posteriores observaciones, más penetrantes, me hicieron descubrir en la abigarrada colección de cuadros patológicos, reunida bajo el concepto de neurastenia, dos tipos fundamentalmente diferentes que podían surgir, mezclados en muy variadas proporciones, pero que también se ofrecían aislados a la observación. En uno de estos tipos era el ataque de angustia el fenómeno central, con sus equivalentes formas rudimentarias y síntomas sustitutivos crónicos, por todo lo cual le di el nombre de neurosis de angustia, limitando al otro tipo la denominación de neurastenia.
Una vez hecho esto, fue fácil determinar que a cada uno de estos tipos correspondía una distinta anormalidad de la vida sexual como factor etiológico (coitus interruptus, excitación frustrada y abstinencia sexual en un caso, y masturbación excesiva y poluciones frecuentes en el otro). En algunos casos, especialmente instructivos, en los que tenía efecto una sorprendente transición del cuadro patológico desde uno de los dos tipos al otro, conseguí demostrar que dicha transición se hallaba basada en un cambio correlativo del régimen sexual. Cuando se lograba hacer cesar la anormalidad y sustituirla por una actividad sexual normal, mejoraba considerablemente el estado del sujeto. Continúa…

sábado, 27 de noviembre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA. SIGMUND FREUD (1924-1925)

PRIMEROS ESTUDIOS SOBRE LA HISTERIA.

Histérica, mujer distinguida y de geniales dotes, que había acudido a mí después de no haber hallado alivio alguno en las prescripciones de otros médicos. Por medio de la sugestión hipnótica conseguí procurarle una existencia soportable, logrando extraerla de su miserable estado. El hecho de que al cabo de algún tiempo recayese siempre, lo atribuí, en mi desconocimiento de las circunstancias verdaderas, a que su hipnosis no había llegado a alcanzar nunca el grado de somnambulismo con amnesia. Bernheim intentó también hipnotizarla profundamente, pero tampoco lo consiguió, confesando luego sinceramente que sus grandes éxitos terapéuticos habían sido siempre con pacientes de su sala del hospital, nunca con enfermos de su consulta privada.
Durante mi estancia en Nancy tuve con él varias interesantísimas conversaciones y acepté el encargo de traducir al alemán sus dos obras sobre la sugestión y sus efectos terapéuticos. De 1886 a 1891 abandoné casi por completo la investigación científica y apenas publiqué algo. Tuve, en efecto, que dedicar todo mi tiempo a afirmarme en mi nueva actividad y a asegurar la existencia material de mi familia, que iba creciendo rápidamente. En 1891 publiqué mi primer trabajo sobre las parálisis cerebrales infantiles, escrito en colaboración con el doctor Oskar Rie, mi amigo y ayudante. Asimismo fui invitado a encargarme de la parte referente a la teoría de la afasia, dominada entonces por el punto de vista de la localización, sostenido por Wernicke y Lichtheim en una obra de Medicina. Un librito crítico-especulativo, titulado Sobre la afasia, fue el fruto de esta labor. Pasaré ahora a describir cómo la investigación científica volvió a constituir el interés capital de mi vida.
Completando la exposición que precede, añadiré que desde un principio me serví del hipnotismo para un fin distinto de la sugestión hipnótica. Lo utilicé, en efecto, para hacer que el enfermo me revelase la historia de la génesis de sus síntomas, sobre la cual no podía muchas veces proporcionarme dato alguno hallándose en estado normal.
Este procedimiento, a más de entrañar una mayor eficacia que los simples mandatos y prohibiciones de la sugestión, satisfacía la curiosidad científica del médico, el cual poseía un indiscutible derecho a averiguar algo del origen del fenómeno, cuya desaparición intentaba lograr por medio del monótono procedimiento de la sugestión. A este otro procedimiento llegué del modo siguiente: Hallándome aún en el laboratorio de Brücke conocí al doctor José Breuer, uno de los médicos de cabecera más considerados de Viena, que poseía además un pasado científico, pues era autor de varios valiosos trabajos sobre la fisiología de la respiración y sobre el órgano del equilibrio. Era Breuer un hombre de inteligencia sobresaliente, catorce años mayor que yo. Nuestras relaciones se hicieron pronto íntimas, y Breuer llevó su amistad hasta auxiliarme en situaciones difíciles de mi vida. Durante muchos años compartimos todo interés científico, siendo yo, naturalmente, a quien este intercambio beneficiaba más. El desarrollo del psicoanálisis me costó después su amistad. Muy difícil me fue prescindir de ella, pero resultó inevitable.
Antes de mi viaje a París me había comunicado ya Breuer un caso de histeria, sometido por él desde 1880 a 1882 a un tratamiento especial, por medio del cual había conseguido penetrar profundamente en la motivación y significación de los síntomas histéricos. Esto sucedía en una época en la que los trabajos de Janet pertenecían aún al futuro. Breuer me leyó varias veces fragmentos del historial clínico de dicho caso, que me dieron la impresión de constituir un progreso decisivo en la inteligencia de las neurosis. Durante mi estancia en París di cuenta a Charcot de los descubrimientos de Breuer, pero el maestro no demostró interesarse por ellos. De retorno a Viena, hice que Breuer me comunicase más detalladamente sus observaciones. La paciente era una muchacha de ilustración y aptitudes nada comunes, cuya dolencia había comenzado a manifestarse en ocasión de hallarse dedicada al cuidado de su padre, gravemente enfermo. Cuando acudió a la consulta de Breuer, ofrecía un variado cuadro sintomático: parálisis, con contracciones, inhibiciones y estado de perturbación psíquica. Una observación casual reveló al médico que la paciente podía ser libertada de tales perturbaciones de la conciencia cuando se le hacia dar una expresión verbal a la fantasía afectiva que de momento la dominaba. De este descubrimiento dedujo Breuer un método terapéutico.

Sumiendo a la sujeto en un profundo sueño hipnótico, la hacía relatar lo que en aquellos instantes oprimía su ánimo. Dominados así los accesos de perturbación depresiva, empleó el mismo procedimiento para provocar la desaparición de las inhibiciones y de los trastornos somáticos. Durante el estado de vigilia, la paciente era tan incapaz como otros enfermos de indicar la génesis de sus síntomas y no encontraba conexión alguna entre ellos y algunas impresiones de su vida. Pero en la hipnosis hallaba inmediatamente el enlace buscado. Resultó así que todos sus síntomas se hallaban relacionados con intensas impresiones, recibidas durante el tiempo que pasó cuidando a su padre, enfermo, y que, por tanto, poseían un sentido, correspondiendo a restos o reminiscencias de tales situaciones afectivas. Generalmente resultaba que en ocasión de hallarse junto al lecho de su padre había tenido que reprimir un pensamiento o un impulso, en cuyo lugar y representación había luego aparecido el síntoma. Mas, por lo regular, cada síntoma no constituía el residuo de una sola escena «traumática», sino el resultado de la adición de numerosas situaciones análogas.
Cuando luego en la hipnosis recordaba la sujeto alucinatoriamente una tal situación y realizaba a posteriori el acto psíquico antes reprimido, dando libre curso al afecto correspondiente, desaparecía definitivamente el síntoma. Por medio de este procedimiento consiguió Breuer, después de una larga y penosa labor, libertar a la enferma de todos sus síntomas.
La sujeto quedó así curada, y no volvió a experimentar perturbación alguna del orden histérico, habiéndose demostrado luego capaz de importantes rendimientos intelectuales. Pero el desenlace del tratamiento quedaba envuelto para mi en una cierta oscuridad, que Breuer no quiso nunca disipar. También me era imposible comprender por qué había mantenido secreto durante tanto tiempo su descubrimiento, que yo consideraba inestimable, en lugar de hacerlo público, en provecho de la ciencia. La única objeción admisible era la de si debía generalizar un hecho comprobado tan sólo en un único caso, pero las circunstancias descubiertas me parecían de naturaleza tan fundamental, que, una vez demostradas en un caso de histeria, tenían, a mi juicio, que aparecer integradas en todo enfermo de este orden. Ahora bien: siendo ésta una cuestión que sólo la experiencia podía decidir, comencé a repetir con mis pacientes las investigaciones de Breuer, no empleando con ellos método ninguno distinto, sobre todo después que mi visita a Bernheim en 1889 me hubo revelado los límites eficaces de la sugestión hipnótica, y al cabo de varios años, durante los cuales no hallé un solo caso de histeria que siendo accesible a dicho método no confirmase los descubrimientos de Breuer, habiendo reunido un importante material de observaciones análogas a las suyas, le propuse publicar un trabajo común sobre la materia, cosa a la que comenzó por resistirse tenazmente. Por último, cedió a mis instancias cuando ya Janet se había adelantado, publicando en sus trabajos una parte de los resultados anteriormente obtenidos por Breuer; esto es, la referencia de los síntomas histéricos a impresiones de la vida del sujeto y su supresión por medio de la reproducción hipnótica in statu nascendi. Así, pues, dimos a la estampa en 1893 una «comunicación interna», titulada Sobre el mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos, y en 1895, nuestro libro Estudios sobre la histeria.
El contenido de este libro es, en su parte esencial, de Breuer, circunstancia que siempre he declarado honradamente y que hago constar aquí una vez más. En la teoría que en él se intenta elaborar trabajé en una medida cuya determinación no es ya hoy posible. Esta teoría se mantiene dentro de límites modestísimos, no yendo mucho más allá de una expresión inmediata de las observaciones realizadas. No intenta fijar la naturaleza de la histeria, sino tan sólo esclarecer la génesis de sus síntomas. En esta labor acentúa la significación de la vida afectiva y la importancia de la distinción entre actos psíquicos inconscientes y conscientes (o mejor, capaces de conciencia) e introduce un factor dinámico, haciendo nacer el síntoma del estancamiento de un afecto y un factor económico, considerando al mismo síntoma como el resultado de la transformación de un montante de energía, utilizado normalmente de un modo distinto (la llamada «conversión»). Breuer dio a nuestro método el calificativo de «catártico», y declaró que su síntoma terapéutico era el de hacer que el montante de afecto usado para mantener el síntoma y estancado en vías erradas, y sea llevado a la descarga (o abreación) por vías normales.
Este método catártico alcanzó excelentes resultados. Los defectos que más tarde demostró entrañar son los inherentes a todo tratamiento hipnótico. Todavía actualmente hay muchos psicoterapeutas que continúan empleando este método tal y como Breuer lo empleaba. En el tratamiento de las neurosis de guerra en el Ejército alemán durante la conflagración europea, lo ha utilizado E. Simmel con éxito satisfactorio como procedimiento curativo abreviado. La sexualidad no desempeñaba en la teoría de la catarsis papel importante alguno. En los historiales clínicos aportados por mí a los Estudios sobre la histeria intervienen ciertamente factores de la vida sexual; pero apenas se les concede un valor distinto del de las restantes excitaciones afectivas. De su primera paciente, que ha llegado a adquirir celebridad, cuenta Breuer que lo sexual se hallaba en ella sorprendentemente poco desarrollado. Por los Estudios sobre la histeria no sería fácil adivinar la importancia de la sexualidad en la etiología de las neurosis. Continúa…

martes, 23 de noviembre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA. SIGMUND FREUD (1924-1925)

PSICOPATOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA

Del mismo modo que de la interpretación onírica se sirve el análisis del estudio de los frecuentísimos actos fallidos y sintomáticos de los hombres, actos a los cuales he dedicado una investigación, publicada en 1904 bajo el título de Psicopatología de la vida cotidiana. Esta obra, que ha sido muy leída, integra la demostración de que tales fenómenos no tienen nada de casuales, siendo susceptibles de una explicación que va más allá de lo puramente fisiológico, poseyendo un sentido perfectamente interpretable y reposando en impulsos e intenciones retenidas o reprimidas. Pero el valor principal de la interpretación onírica y de este estudio de los actos fallidos y sintomáticos no consiste en el apoyo que prestan a la labor analítica, sino en otra de sus cualidades. Hasta ahora, el psicoanálisis se había ocupado solamente de la solución de fenómenos patológicos, habiéndose visto obligado a edificar para su esclarecimiento hipótesis, cuyo alcance se hallaba fuera de relación con la importancia de la materia tratada. Pero el sueño, del que se ocupó después, no era ningún síntoma patológico, sino un fenómeno de la vida anímica normal, propio de todo hombre sano. Si el sueño se halla construido como un síntoma, y si su explicación exige las mismas hipótesis, o sea, las referentes a la represión de impulsos instintivos, a la formación de sustituciones y transacciones y a la diferenciación de los sistemas psíquicos para la localización de lo consciente y lo inconsciente, resultará que el psicoanálisis no es ya una ciencia auxiliar de la Psicopatología, sino el principio de una psicología nueva y más fundamental, indispensable también para la comprensión de lo normal. Podemos, pues, transferir sus hipótesis y resultados a otros dominios de lo psíquico, quedándose así abiertos los caminos que conducen al interés general. Continúa…

lunes, 22 de noviembre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA. SIGMUND FREUD (1924-1925)

MECANISMOS PSÍQUICOS DEL TRABAJO ONÍRICO

Pero cuando surge tal peligro y el sueño se hace demasiado preciso, lo interrumpe el durmiente, despertando asustado (sueño de angustia). Este mismo fallo de la función onírica surge cuando el estímulo exterior se hace tan intenso que no puede ser ya rechazado. El proceso que transforma con la colaboración de la censura las ideas latentes en el contenido manifiesto ha sido denominado por mí elaboración onírica, y consiste en una elaboración especial del material ideológico preconsciente, por lo cual quedan condensados los componentes de dicho material, desplazados sus acentos psíquicos, transformado su conjunto en imágenes visuales, o sea, dramatizado, y completado por una elaboración secundaria, que lo hace irreconocible. La elaboración onírica es un excelente ejemplo de los procesos que se desarrollan en los más profundos estratos inconscientes de la vida anímica, procesos que se diferencian considerablemente de los procesos intelectuales normales que nos son conocidos. Tal elaboración presenta también una serie de rasgos arcaicos; por ejemplo, el empleo de un simbolismo predominantemente sexual, que ya hemos hallado exento de este carácter en otros dominios de la actividad espiritual.
La conexión del impulso instintivo inconsciente del sueño con un resto diurno da al sueño por él provocado un doble valor para la labor analítica. La interpretación muestra, en efecto, que, además de constituir la realización de un deseo reprimido, puede el sueño haber continuado la actividad mental preconsciente diurna e integrar otro contenido cualquiera, dando expresión a un propósito, a una advertencia, a una reflexión o nuevamente a una realización de deseos. El análisis lo utiliza en ambos sentidos, tanto para el conocimiento de los procesos conscientes del analizado como de sus procesos inconscientes, y aprovecha asimismo la circunstancia de que el sueño logra el acceso a los elementos olvidados de la vida infantil para vencer la amnesia infantil por medio de la interpretación onírica.
El sueño lleva aquí a cabo una parte de la función que antes encomendábamos al hipnotismo. En cambio, no he hecho jamás la afirmación que con frecuencia se me atribuye de que la interpretación onírica demostraba que todos los sueños poseen un contenido sexual o se refieren a energías instintivas sexuales. Es fácil observar que el hambre, la sed y otras necesidades crean sueños de satisfacción, del mismo modo que cualquier impulso reprimido, sexual o egoísta. Los sueños de los niños pequeños nos ofrecen una fácil demostración de la exactitud de nuestra teoría. En estos sujetos infantiles, en los cuales no se hallan aún precisamente diferenciados los sistemas psíquicos ni desarrolladas profundamente las represiones, comprobamos con frecuencia sueños que no son sino satisfacciones no disfrazadas de impulsos optativos no satisfechos durante el día. Bajo la influencia de necesidades imperativas pueden producir también los adultos tales sueños de tipo infantil. Continúa…

domingo, 21 de noviembre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA. SIGMUND FREUD (1924-1925)

LA INTERPRETACIÓN DE LOS SUEÑOS

Con ayuda del procedimiento de la asociación libre y del arte de interpretación a él correspondiente consiguió el psicoanálisis algo que no parecía muy importante desde el punto de vista práctico, pero que en realidad lo condujo a una situación y significación completamente nuevas en los dominios científicos. Se hizo posible demostrar que los sueños poseen un sentido y adivinar éste.
Los sueños fueron considerados en la antigüedad clásica como profecías pero la ciencia moderna no quería saber nada de ellos, los abandonaba a la superstición y los declaraba un acto simplemente «somático», una especie de contracción de la vida anímica dormida. Parecía totalmente imposible que alguien que hubiera llevado a cabo un serio trabajo científico pudiera surgir luego como «onirocrítico».
Pero desechando una tal ordenación de los sueños tratándolos como un incomprendido síntoma neurótico o como una idea delirante u obsesiva, prescindiendo de su contenido aparente y haciendo objeto de la asociación libre a cada uno de sus diversos cuadros, llegamos a un resultado totalmente distinto. Las numerosas ocurrencias del sujeto del sueño nos llevaron, en efecto, al conocimiento de un producto mental que no podía ya ser calificado de absurdo ni de confuso, producto que equivalía a un rendimiento psíquico completo y del cual no constituía el sueño manifiesto sino una traducción deformada, abreviada y mal interpretada, compuesta generalmente de imágenes visuales. Estas ideas latentes del sueño contenían el sentido mismo, no siendo el contenido manifiesto del sueño sino un engaño, una fachada, que podía ser enlazada con la asociación, pero no con la interpretación.
Planteábase así toda una serie de problemas, entre los cuales los más importantes se referían a la existencia de un motivo de la formación de los sueños, a las condiciones en las que la misma se desarrollaba y a los caminos que conducían desde las ideas latentes del sueño, plenas de sentido, al sueño mismo, con frecuencia totalmente insensato.
En mi obra 'La interpretación de los sueños' publicada en 1900, he intentado resolver todos estos problemas. Aquí no me cabe dar tales investigaciones. Si examinamos las ideas latentes que el análisis del sueño nos ha revelado encontramos una que resalta decididamente entre las demás, razonables y conocidas por el sujeto. Estas otras ideas son restos de la vida despierta (restos diurnos). En cambio en la idea aislada reconocemos un impulso optativo, muy repulsivo a veces, ajeno a la vida despierta del soñador, el cual niega con asombro o indignación haberlo abrigado nunca.
Este impulso es el que ha provocado el sueño, ofreciendo la energía necesaria para su producción y sirviéndose del material constituido por los restos diurnos. El sueño así surgido presenta una situación que integra la satisfacción de tal impulso, constituyendo una realización de deseos.
Este proceso no hubiera sido posible si no hubiese habido algo favorable a él en la naturaleza del estado de reposo. La condición psíquica del estado de reposo es la obediencia del yo al deseo de dormir y la sustracción de las cargas de todos los intereses vitales. Dada la simultánea oclusión de los accesos a la motilidad, puede el yo disminuir el esfuerzo, con el que en toda otra ocasión mantiene las represiones. Esta negligencia nocturna de la represión es aprovechada por el impulso inconsciente para llegar a la conciencia por medio del sueño.
La resistencia de represión del yo no queda, sin embargo, suprimida durante el estado de reposo, sino simplemente disminuida, y una parte de ella queda en pie, como censura onírica, y prohíbe al impulso optativo inconsciente manifestarse en la forma que le es propia. A causa de la severidad de la censura onírica tienen que presentarse las ideas oníricas latentes a modificaciones y debilitaciones, que disfrazan por completo el prohibido sentido del sueño.

Queda explicada así la deformación onírica, a la que debe el sueño manifiesto sus más singulares caracteres. Podemos, pues, decir justificadamente que el sueño es la realización (disfrazada) de un deseo (reprimido), y vemos que se halla construido como un síntoma neurótico, siendo el producto de una transacción entre las aspiraciones de un impulso instintivo reprimido y la resistencia de un poder del yo, que ejerce la censura.
A consecuencia de esta identidad de génesis resulta tan incomprensible como el síntoma, y precisa, como él, de una interpretación. No es difícil hallar la función general del sueño. Sirve para anular aquellos estímulos exteriores o interiores que harían despertar al sujeto, protegiendo así el estado de reposo contra tales perturbaciones. El estímulo exterior queda rechazado por medio de una transformación de su sentido y por su inclusión en una cualquiera situación inocente. En cambio, el estímulo interior de la aspiración instintiva es admitido por el durmiente, el cual le permite llegar a la satisfacción por medio de la formación de un sueño siempre que las ideas latentes no intenten eludir la censura. Continúa…

sábado, 20 de noviembre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA. SIGMUND FREUD (1924-1925)

LA TRANSFERENCIA Y LA RESISTENCIA

El analítico que escucha recogidamente, pero sin esforzarse, al enfermo puede entonces utilizar en dos formas distintas el material que el mismo le proporciona. Puede, en efecto, conseguir, dada una resistencia no demasiado intensa, adivinar por las ocurrencias del enfermo los elementos reprimidos, y puede también, cuando se trata de una resistencia más enérgica, deducir de las ocurrencias, que parecen alejarse del tema, la naturaleza de dicha resistencia misma, naturaleza que descubrirá entonces al paciente.
Este descubrimiento de la resistencia es el primer paso para su vencimiento. Tenemos, pues, dentro del cuadro de la labor analítica, un arte de interpretación, cuyo acertado empleo requiere tacto y costumbre, pero que no es difícil de aprender.
El método de la asociación libre presenta grandes ventajas con respecto al anterior, aparte de resultar menos penoso. Impone, en efecto, al analizado una violencia mínima, no pierde jamás el contacto con la realidad presente y ofrece amplias garantías de que en ningún momento puede perder el médico de vista la estructura de la neurosis o integrar en ella algo que no le pertenece. En él se abandona casi por completo al paciente la función de determinar la marcha del análisis y la ordenación de la materia, razón por la cual se hace imposible la elaboración sistemática y aislada de los diversos síntomas y complejos. En oposición a lo que sucede en los métodos hipnóticos o sugestivos, el médico averigua cosas íntimamente enlazadas ente sí en diversos momentos y lugares del tratamiento. Para un espectador -inadmisible en las sesiones de tratamiento- representaría la cura analítica un aspecto totalmente incomprensible.
Otra de las ventajas del método es que, en realidad, no puede fallar nunca. Teóricamente tiene que ser siempre posible al enfermo producir una ocurrencia, dado que no se fija ni limita en absoluto la naturaleza de la misma. Sin embargo, esta falta de ocurrencia se presenta siempre en un caso determinado; pero precisamente por tratarse de un caso aislado, resulta también fácilmente interpretable.
Llegamos ahora a la descripción de un factor que añade al cuadro del psicoanálisis un rasgo esencial e integra, tanto técnica como teóricamente, la mayor importancia. En todo tratamiento analítico se establece sin intervención alguna del médico una intensa relación sentimental del paciente con la persona del analista, inexplicable por ninguna circunstancia real. Esta relación puede ser positiva o negativa y varía desde el enamoramiento más apasionado y sensual hasta la rebelión y el odio más extremo. Tal fenómeno, al que abreviadamente damos el nombre de «transferencia», sustituye pronto en el paciente el deseo de curación e integra, mientras se limita a ser cariñoso y mesurado, toda la influencia médica, constituyendo el verdadero motor de la labor analítica.
Más tarde, cuando se hace apasionado o se transforma en hostilidad, llega a constituir el instrumento principal de la resistencia, y entonces cesan, en absoluto, las ocurrencias del enfermo, poniendo en peligro el resultado del tratamiento. Pero sería insensato querer eludir este fenómeno. Sin la transferencia no hay análisis posible. No debe creerse que el análisis crea la transferencia y que ésta sólo aparece en él. Por el contrario, el análisis se limita a revelar la transferencia y a aislarla. Trátase de un fenómeno generalmente humano que decide el éxito de toda influencia médica, y domina, en general, las relaciones de una persona con las que le rodean. Fácilmente se descubre en él el mismo factor dinámico al que los hipnotizadores han dado el nombre de «sugestibilidad», factor que entraña el rapport hipnótico, y cuya falta de garantías constituía el defecto del método catártico. En los casos en que esta tendencia a la transferencia sentimental falta o ha llegado a ser totalmente negativa, como en la demencia precoz y en la paranoia, desaparece también la posibilidad de ejercer una influencia psíquica sobre el enfermo.
Es indudable que también el psicoanálisis labora por medio de la sugestión, como todos los demás métodos psicoterápicos. Pero se diferencia de ellos en que no abandona la decisión del resultado terapéutico a la sugestión o a la transferencia. Por el contrario, es utilizada para mover al enfermo a realizar una labor psíquica -el vencimiento de sus resistencias de transferencia-, labor que significa una duradera modificación de su economía anímica.
La transferencia es hecha consciente al enfermo por el analista y queda suprimida, convenciéndole de que en su conducta de transferencia vive de nuevo relaciones sentimentales que proceden de sus más tempranas cargas de objeto realizadas en el período reprimido de su niñez. Por medio de esta labor pasa la transferencia a constituir el mejor instrumento de la cura analítica, después de haber sido el arma más importante de la resistencia. Su aprovechamiento y manejo constituye, de todos modos, la parte más difícil e importante de la técnica analítica. Continúa…

jueves, 18 de noviembre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA. SIGMUND FREUD (1924-1925)

ORGANIZACIÓN DE LA LIBIDO

Durante este desarrollo quedaban desechados o dedicados a otros usos determinados factores instintivos, que demostraban ser inútiles para dicho fin último, siendo otros desviados de sus fines y transferidos a la organización genital. La energía de los instintos sexuales, y sólo de ellos, recibió el nombre de libido, y hube de suponer que esta libido no realizaba siempre, sin defecto ninguno, la evolución antes descrita.
A consecuencia de la superior intensidad de algunos componentes, o de satisfacciones prematuras, se producen, efectivamente, fijaciones de la libido a determinados lugares del desarrollo. Hacia estos lugares retorna luego la libido cuando tiene efecto una represión posterior (regresión). Observaciones posteriores demostraron que el lugar de la fijación es también decisivo para la «elección de neurosis», o sea, para la forma que adopta la enfermedad ulterior.
Paralelamente a la organización de la libido se desarrolla el proceso del hallazgo de objeto, proceso al que se halla adscrita una importantísima misión en la vida anímica. El primer objeto erótico posterior al estadio del autoerotismo es, por ambos sexos, la madre, cuyo órgano alimenticio no fue distinguido al principio del propio cuerpo. Más tarde, pero aún en los primeros años infantiles, se establece la relación del complejo de Edipo, en la cual concentra el niño, sobre la persona de la madre, sus deseos sexuales y desarrolla impulsos hostiles contra el padre, considerado como un rival. Esta es también, mutatis mutandis, la actitud de la niña.
Todas las variaciones y consecuencias del complejo de Edipo son importantísimas. La constitución bisexual innata interviene también y multiplica el número de las tendencias simultáneamente dadas. Transcurre bastante tiempo hasta que el niño se da clara cuenta de la diferencia de los sexos, y durante esta época de investigación sexual crea, para su uso particular, teorías sexuales típicas que, dependiendo de la imperfecta organización somática infantil, mezclan lo verdadero con lo falso, sin conseguir solucionar los problemas de la vida sexual (el enigma de la Esfinge, o sea, el de la procedencia de los niños).
La primera elección de objeto infantil es, pues, incestuosa. Toda la evolución aquí descrita es efectuada rápidamente. El carácter más singular de la vida sexual humana es su división en dos fases con una pauta intermedia. Alcanza su primer punto culminante en el cuarto y quinto años de la vida, pasados los cuales desaparece esta temprana floración de la sexualidad y sucumben a la represión las tendencias hasta entonces muy intensas, surgiendo el período de latencia, que dura hasta la pubertad, y en cuyo transcurso quedan edificadas las formaciones reactivas de la moral, el pudor y la repugnancia. Continúa…

miércoles, 17 de noviembre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA. SIGMUND FREUD (1924-1925)

TEORÍA SEXUAL. ORGANIZACIÓN GENITAL
Esta división del desarrollo sexual parece ser privativa del hombre y constituye quizá la condición biológica de su disposición a la neurosis. Con la pubertad quedan reanimadas las tendencias y las cargas de objeto de las épocas tempranas, incluso los ligámenes sentimentales del complejo de Edipo. En la vida sexual de la pubertad luchan entre sí los impulsos de la primera fase y las inhibiciones del período de latencia.
Hallándose aún el desarrollo sexual infantil en su punto culminante, se formó una especie de organización genital; pero en ella sólo desempeñaba un papel el genital masculino, permaneciendo ignorado el femenino. Es esto lo que conocemos con el nombre de primacía fálica. La antítesis de los sexos no equivalía entonces a la de masculino y femenino, sino a la del poseedor de un pene y el castrado.
El complejo de la castración, enlazado con esta circunstancia, es importantísimo para la formación del carácter y de la neurosis. En esta exposición abreviada de mis descubrimientos sobre la vida sexual humana he reunido, para su mejor comprensión, muchas cosas que pertenecen a diversas épocas de la investigación psicoanalítica y que han ido siendo integradas como un complemento o una justificación de las afirmaciones contenidas en mi obra Tres ensayos para una teoría sexual en las sucesivas ediciones de este libro. No creo difícil deducir de ellas la naturaleza de la tan discutida ampliación que del concepto de la sexualidad ha llevado a cabo el psicoanálisis.
Esta ampliación es de dos géneros. En primer lugar, hemos desligado la sexualidad de sus relaciones, demasiado estrechas, con los genitales, describiéndola como una función somática más comprensiva que tiende, ante todo, hacia el placer, y sólo secundariamente entra al servicio de la reproducción. Pero, además, hemos incluido entre los impulsos sexuales todos aquellos simplemente cariñosos o amistosos para los cuales empleamos en el lenguaje corriente la palabra «amor», que tantos y tan diversos sentidos encierra. A mi juicio, esta ampliación no constituye innovación alguna, sino una reconstitución limitada a la supresión de inadecuadas restricciones del concepto de la sexualidad paulatinamente establecidas.
El hecho de desligar de la sexualidad los órganos genitales presenta la ventaja de permitirnos considerar la actividad sexual de los niños y de los perversos desde el mismo punto de vista que al de los adultos normales. De estas actividades sexuales -la infantil y la perversa- era la primera completamente desatendida y condenada la segunda con gran indignación moral, pero sin comprensión alguna.
Para la concepción psicoanalítica también las más extrañas y repugnantes perversiones constituyen una manifestación de instintos sexuales parciales que se han sustraído a la primacía del órgano genital y aspiran independientemente al placer, como en las épocas primitivas del desarrollo de la libido. La más importante de estas perversiones, o sea, la homosexualidad, merece apenas el nombre de tal. Depende de la bisexualidad constitucional y de la repercusión de la primacía fálica. Pero, además, el psicoanálisis nos demuestra que todo individuo entraña algo de una elección de objeto homosexual.
Si hemos calificado a los niños de «polimórficamente perversos», ello no constituía sino una descripción efectuada en términos generalmente usados, pero no una valoración moral. Tales valoraciones se hallan muy lejos del psicoanálisis. La segunda de las indicadas ampliaciones del concepto de la sexualidad queda justificada por aquella investigación psicoanalítica que nos demuestra que todos los sentimientos cariñosos fueron originariamente tendencias totalmente sexuales, coartadas después en su fin o sublimadas. En esta posibilidad de influir sobre los instintos sexuales reposa también la de utilizarlos para funciones culturales muy diversas, a las cuales aportan una importantísima ayuda. Los sorprendentes descubrimientos relativos a la sexualidad del niño debieron su origen, en un principio, al análisis de los adultos, pero pudieron ser luego confirmados en todos sus detalles por observaciones directas de sujetos infantiles.
Realmente, es tan fácil convencerse de las actividades sexuales regulares de los niños, que nos vemos obligados a preguntarnos con asombro cómo ha sido posible que los hombres no hayan advertido antes hechos tan evidentes y continúen defendiendo la leyenda de la asexualidad infantil. Este hecho debe depender, indudablemente, de la amnesia que la mayoría de los adultos padece por lo que respecta a su propia niñez. Continúa…

viernes, 12 de noviembre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA. SIGMUND FREUD (1924-1925)

LA REALIDAD PSÍQUICA. EL COMPLEJO DE EDIPO

Pero cuando logré reponerme de la primera impresión deduje en seguida de mi experiencia las conclusiones acertadas, o sea, las de que los síntomas neuróticos no se hallaban enlazados directamente a sucesos reales, sino a fantasías optativas, y que para la neurosis era más importante la realidad psíquica que la material. Tampoco creo haber podido «sugerir» a mis pacientes tales fantasías de corrupción. Fue éste mi primer contacto con el complejo de Edipo, que después había de adquirir tan extraordinaria importancia para el psicoanálisis; pero entonces no llegué a vislumbrarlo debajo de su fantástico disfraz. De todos modos, la corrupción efectuada en la infancia conservó un lugar, aunque más modesto, en la etiología de la neurosis. En estos casos reales los corruptores habían sido casi siempre niños de más edad. La función sexual existía, pues, desde un principio, se apoyaba primeramente en las demás funciones importantes para la conservación de la vida y se hacía luego independiente, pasando por un largo y complicado desarrollo hasta llegar a constituir lo que conocemos con el nombre de vida sexual normal del adulto.
Se manifestaba primero como actividad de toda una serie de componentes instintivos dependientes de zonas somáticas erógenas, componentes que aparecían en parte formando pares antitéticos (sadismo-masoquismo, instinto de contemplación-exhibicionismo), partían, independientemente uno de otros, a la conquista del placer y encontraban generalmente su objeto en el propio cuerpo. De este modo, la función sexual no se hallaba al principio centrada y era predominantemente autoerótica. Más tarde tenían efecto en ella diversas síntesis. Un primer grado de organización aparecía bajo el predominio de los componentes orales; luego seguía una fase sádicoanal, y sólo la tercera fase, posteriormente alcanzada, traía consigo la primacía de los genitales, con lo cual entraba la función sexual al servicio de la reproducción.
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martes, 26 de octubre de 2010

AUTOBIOGRAFÍA. SIGMUND FREUD (1924-1925)

LA HIPNOSIS Y LA CATARSIS.


Pero si quería vivir del tratamiento de los enfermos nerviosos había de ponerme en condiciones de presentarles algún auxilio. Mi arsenal terapéutico no comprendía sino dos armas, la electroterapia y la hipnosis, pues el envío del enfermo a unas aguas medicinales después de una única visita no constituía una fuente suficiente de rendimiento. Por lo que respecta a electroterapia, me confié al manual de W. Erb, que integraba prescripciones detalladas para el tratamiento de todos los síntomas nerviosos. Desgraciadamente, comprobé al poco tiempo que tales prescripciones eran ineficaces y que me había equivocado al considerarlas como una cristalización de observaciones concienzudas y exactas, no siendo sino una arbitraria fantasía. Este descubrimiento de que la obra del primer neuropatólogo alemán no tenga más relación con la realidad que un libro egipcio sobre los sueños, como los que se venden en baratillos me fue harto doloroso, pero me ayudó a libertarme de un resto de mi ingenua fe en las autoridades. Así, pues, eché a un lado el aparato eléctrico, antes que Moebius declarara decisivamente que los resultados del tratamiento eléctrico de los enfermos nerviosos no eran sino un efecto de la sugestión del médico.
La hipnosis era ya otra cosa. Siendo aún estudiante, asistía a una sesión pública del «magnetizador» Hansen y observé que uno de los sujetos del experimento palidecía al entrar en el estado de rigidez cataléptica y permanecía lívido hasta que el magnetizador le hacía volver a su estado normal. Esta circunstancia me convenció de la legitimidad de los fenómenos hipnóticos. Poco después halló esta opinión en Heindenhain, su representante científico, circunstancia que no le impidió a los profesores de Psiquiatría continuar afirmando que el hipnotismo era una farsa peligrosa y despreciando a los hipnotizadores. Por mi parte, había visto emplear sin temor alguno, en París, el hipnotismo, para crear síntomas y hacerlos luego desaparecer.
Poco después llegó a nosotros la noticia de que en Nancy había surgido una escuela que utilizaba ampliamente la sugestión, con hipnotismo o sin él, para fines terapéuticos, logrando sorprendentes resultados. Todas estas circunstancias me llevaron a hacer de la sugestión hipnótica mi principal instrumento de trabajo -aparte de otros métodos psicoterápicos más casuales y menos sistemáticos- durante mis primeros años de actividad médica.
Esto suponía la renuncia al tratamiento de las enfermedades nerviosas orgánicas, pero tal renuncia no significaba gran cosa, pues en primer lugar la terapia de tales estados no ofrecía porvenir ninguno, y en segundo, el número de enfermos de este género resultaba pequeñísimo, comparado con el de los neuróticos, número que aparece, además, multiplicado por el hecho de que los pacientes pasan de un médico a otro sin hallar alivio. Por último, el hipnotismo daba a la labor médica considerable atractivo. El médico se libertaba por vez primera del sentimiento de su impotencia, y se veía halagado por la fama de obtener curas milagrosas.
Más tarde descubrí los inconvenientes de este procedimiento, pero al principio sólo podía reprocharle dos defectos: primeramente, no resultaba posible hipnotizar a todos los enfermos, y en segundo lugar, no estaba al alcance del médico lograr, en determinados casos, una hipnosis tan profunda como lo creyese conveniente. Con el propósito de perfeccionar mi técnica hipnótica, fui en 1889 a Nancy, donde pasé varias semanas. Vi allí al anciano Liébault, en su conmovedora labor con las mujeres y niños de la población obrera, y fui testigo de los experimentos de Bernheim con los enfermos del hospital, adquiriendo intensas impresiones de la posible existencia de poderosos procesos anímicos que permanecían, sin embargo, ocultos a la conciencia. Pensando que sería valioso persuadí a una de mis pacientes seguirme a Nancy. Continúa…

viernes, 27 de agosto de 2010

ANÁLISIS TERMINABLE E INTERMINABLE -VII-


VII. En 1927 Ferenczi leyó un instructivo artículo sobre el problema de la terminación de los análisis. Finaliza con una afirmación consoladora de que «el análisis no es un proceso sin fin, sino que puede ser llevado a una natural terminación con suficiente habilidad y paciencia por parte del analista». Sin embargo, el trabajo en conjunto me parece contener una advertencia de no aspirar al acortamiento del psicoanálisis, sino a su profundización. Ferenczi señala que el éxito depende muy ampliamente de que el analista haya aprendido lo bastante de sus propios «errores y equivocaciones» y haya corregido los «puntos débiles de su personalidad». Esto proporciona un importante complemento a nuestro tema. Entre los factores que influencian los progresos del tratamiento psicoanalítico y añaden dificultades del mismo modo que las resistencias, deben tenerse en cuenta no sólo la naturaleza del yo del paciente, sino la individualidad del psicoanalista. No puede negarse que los psicoanalistas no han llegado invariablemente en su propia personalidad al nivel de normalidad psíquica hasta el cual desean educar a sus pacientes. Con frecuencia los enemigos del psicoanálisis señalan este hecho con burla y lo utilizan como un argumento para demostrar la inutilidad de las técnicas psicoanalíticas. Podríamos rechazar esta crítica diciendo que presenta exigencias injustificables. Los psicoanalistas son personas que han aprendido a practicar un arte peculiar; además de esto, ha de permitírseles que sean seres humanos como los demás.

Al fin y al cabo nadie mantiene que un médico es incapaz de tratar las enfermedades internas si no están sanos sus propios órganos interiores; por el contrario, puede argumentarse que existen ciertas ventajas en que un hombre que se halla amenazado por la tuberculosis se especialice en el tratamiento de personas que sufren esta enfermedad. Pero los casos no son idénticos. En tanto es capaz de trabajar, un médico que sufra de los pulmones o del corazón no se halla impedido para diagnosticar y tratar enfermedades internas, mientras que las condiciones especiales del trabajo psicoanalítico hace que los propios defectos del analista interfieran en el correcto establecimiento por él del estado de cosas en su paciente y le impidan reaccionar de un modo eficaz. Por tanto, es razonable esperar de un psicoanalista -como parte de sus calificaciones - un grado considerable de normalidad y de salud mentales. Además, ha de poseer alguna clase de superioridad, de modo que en ciertas situaciones analíticas pueda actuar como modelo para su paciente y en otras como maestro. Y, finalmente, no debemos olvidar que la relación psicoanalítica está basada en un amor a la verdad - esto es, en el reconocimiento de la realidad - y que esto excluye cualquier clase de impostura o engaño.

Hagamos aquí una pausa por un momento para asegurar al psicoanalista que tiene nuestra sincera simpatía por las exigentes demandas que ha de satisfacer al realizar sus actividades. Parece casi como si la de psicoanalista fuera la tercera de esas profesiones «imposibles» en las cuales se está de antemano seguro de que los resultados serán insatisfactorios. Las otras dos, conocidas desde hace mucho más tiempo, son la de la educación y del gobierno. Evidentemente no podemos pedir que el que quiera ser psicoanalista sea un ser perfecto antes de emprender el análisis; en otras palabras, que sólo tengan acceso a la profesión personas de elevada y rara perfección. Pero ¿dónde y cómo adquirirá el pobre diablo las calificaciones ideales que ha de necesitar en su profesión? La respuesta es: en un psicoanálisis didáctico, con el que empieza su preparación para sus futuras actividades. Por razones prácticas este análisis sólo puede ser breve e incompleto. Su objetivo principal es capacitar a su profesor para juzgar si el candidato puede ser aceptado para un enfrentamiento posterior. Habrá cumplido sus propósitos si proporciona al principiante una firme convicción de la existencia del inconsciente, si le capacita, cuando emerge material reprimido, para percibir en él mismo cosas que de otro modo le resultarían increíbles y si le muestra una primera visión de la técnica que ha demostrado ser la única eficaz en el trabajo analítico. Sólo esto no bastará para su instrucción; pero contamos con que los estímulos que ha recibido en su propio análisis no cesarán cuando termine y que los procesos de remodelamiento continuarán espontáneamente en el sujeto analizado, que hará uso de todas las experiencias subsiguientes en este sentido recién adquirido. En realidad sucede esto, y en tanto sucede califica al sujeto analizado para ser, a su vez, psicoanalista.

Por desgracia también ocurre otra cosa. Si intentamos describirla, sólo podemos hacerlo partiendo de impresiones. La hostilidad, por un lado, y la parcialidad, por el otro, crean una atmósfera desfavorable para la investigación objetiva. Parece que cierto número de psicoanalistas aprenden a utilizar mecanismos defensivos que les permiten desviar de sí mismos las implicaciones y exigencias del análisis (probablemente dirigiéndolas hacia otras personas), de modo que ellos siguen siendo como son y pueden sustraerse a la influencia crítica y correctiva del psicoanálisis. Esto puede justificar las palabras del autor, que nos advierte de que cuando un hombre está investido de poder le resulta difícil no abusar de él. A veces, si intentamos comprender esto, somos llevados a establecer una desagradable analogía con el efecto de los rayos X en personas que los manejan sin tomar precauciones. No sería sorprendente que el efecto de una preocupación constante con todo el material reprimido que lucha por su libertad en la mente humana comenzara a rebullir en el psicoanalista lo mismo que las exigencias instintivas, que de otro modo es capaz de mantener reprimidas. Estos son también «peligros del psicoanálisis», aunque amenazan no al elemento pasivo, sino al activo en la situación analítica; y no deberíamos descuidar el enfrentarnos con ellos. No hay duda acerca de cómo debemos hacerlo. Todo analista debería periódicamente - a intervalos de unos cinco años someterse a un nuevo análisis sin sentirse avergonzado de dar este paso. Esto significaría entonces que no sólo el análisis terapéutico de los pacientes, sino su propio psicoanálisis, se transformarían desde una tarea terminable en una tarea interminable.

Aquí, sin embargo, hemos de prevenir contra un malentendido. No quiero decir que el análisis sea algo que nunca termina. Cualquiera que sea la posición de un análisis es una cuestión de práctica. Todo psicoanalista experimentado recordará un cierto número de casos en los que se ha dado a su paciente una despedida definitiva rebus bene gestis. En los casos que se conocen como análisis de carácter existe una discrepancia mucho menor entre la teoría y la práctica. Aquí no es fácil prever una terminación natural, aun cuando se eviten exageradas expectaciones y no se plantee al psicoanálisis una tarea excesiva. Nuestra aspiración no será borrar toda peculiaridad del carácter individual en favor de una «normalidad» esquemática ni exigir que la persona que ha sido «psicoanalizada por completo» no sienta pasiones ni presente conflictos internos. El papel del psicoanálisis es lograr las condiciones psicológicas mejores posibles para las funciones del yo; con esto ha cumplido su tarea.
Sigmund Freud
Continúa.

jueves, 26 de agosto de 2010

ANÁLISIS TERMINABLE E INTERMINABLE -VI-


VI. La siguiente cuestión que hemos de tratar es si todas las alteraciones del yo en nuestro sentido del término se adquieren durante las luchas defensivas de los primeros años. No hay duda en cuanto a la contestación. No tenemos razones para negar la existencia y la importancia de características originales e innatas distintivas del yo. Esto se comprueba por el simple hecho de que cada persona hace una selección de los posibles mecanismos de defensa, que usa solamente unos pocos y siempre los mismos. Esto parecería indicar que cada yo está provisto desde un principio con disposiciones e impulsos individuales, aunque es verdad que no podemos especificar su naturaleza ni lo que los determina. Sabemos también que no debemos exagerar la diferencia entre caracteres heredados y adquiridos como una antítesis, lo que fue adquirido por nuestros antepasados forma, ciertamente, una parte importante de lo que heredamos. Cuando hablamos de una «herencia arcaica», corrientemente estamos pensando solamente en el ello y parece que aceptamos que en el comienzo de la vida individual no existe todavía un yo. Pero no hemos de pasar por alto el hecho de que el ello y el yo son originalmente una misma cosa; tampoco implica una hipervaloración mística de la herencia el pensar que sea creíble que aun antes que el yo haya surgido a la existencia están ya preparadas para él las líneas de desarrollo, los impulsos y las reacciones que más tarde exhibirá. Las peculiaridades psicológicas de las familias, razas y naciones, incluso en su actitud hacia el psicoanálisis, no permiten otra explicación. Más aún: la experiencia psicoanalítica nos ha imbuido la convicción de que hasta los contenidos psíquicos particulares, como el simbolismo, no tienen otras fuentes que la transmisión hereditaria, y algunas investigaciones en el terreno de la antropología social hacen plausible suponer que otros precipitados, igualmente especializados, dejados por la evolución humana se hallan también presentes en la herencia arcaica.

Con el reconocimiento de que las propiedades del yo que encontramos bajo la forma de resistencias pueden ser tanto determinadas por la herencia como adquiridas en las luchas defensivas pierde mucho de su valor para nuestra investigación la distinción topográfica entre lo que es yo y lo que es ello. Si damos un paso más en nuestra experiencia analítica llegamos a resistencias de otro tipo, que ya no podemos localizar y que parecen depender de condiciones fundamentales del aparato psíquico. Sólo puedo dar unos pocos ejemplos de este tipo de resistencias: el campo de investigación nos es todavía asombrosamente extraño y está insuficientemente explorado. Encontramos personas, por ejemplo, a quienes nos sentiríamos inclinados a atribuir una especial «adhesividad de la libido». Los procesos que el tratamiento pone en marcha son mucho más lentos en ellas que en otras personas, porque al parecer no pueden acostumbrarse a separar las catexias -cathexes, del griego kathexis, en psicoanálisis: la concentración de deseos sobre algún objeto e idea; también la cantidad de deseos así concentrados - libidinales de un objeto para transferirlas a otro, aunque no podamos descubrir una especial razón para esta lealtad de las catexias.

Encontramos también el tipo de persona opuesto, en el que la libido parece particularmente movilizable; entra fácilmente en las nuevas catexias sugeridas por el análisis, abandonando las antiguas. La diferencia entre los dos tipos es comparable a la que sentiría un escultor según trabajara en una piedra dura o en el blando yeso. Por desgracia, en este segundo tipo los resultados del análisis resultan ser con frecuencia muy poco duraderos; las nuevas catexias son pronto abandonadas, y tenemos la impresión no de haber trabajado en yeso, sino de haber escrito en el agua. En las palabras del proverbio «Los dineros del sacristán cantando vienen, cantando se van». En otro grupo de casos nos vemos sorprendidos por una actitud de nuestros pacientes que solamente puede ser atribuida a un agotamiento de la plasticidad, de la capacidad de cambio y de desarrollo que ordinariamente esperaríamos. Estamos en verdad preparados para encontrar en el análisis un cierto grado de inercia psíquica. Cuando el trabajo analítico ha abierto nuevos caminos a un impulso instintivo, casi invariablemente observamos que el impulso no penetra en ellos sin una marcada vacilación. A esta conducta la hemos llamado, tal vez no muy correctamente, «resistencia del ello».

Pero en los pacientes a los que ahora me refiero todos los procesos mentales, las relaciones y las distribuciones de fuerzas son inmodificables, fijas y rígidas. Encontramos lo mismo en personas muy ancianas, en cuyo caso se explica como siendo debido a lo que se describe como la fuerza de la costumbre o a un agotamiento de la receptividad, una especie de entropía psíquica. Pero aquí tratamos con personas que todavía son jóvenes. Nuestro conocimiento teórico no parece adecuado para dar una explicación correcta de estos tipos. Probablemente intervienen algunas características pasajeras, algunas alteraciones del ritmo del desarrollo de la vida psíquica que todavía no hemos apreciado. En otro grupo de casos las características distintivas del yo, que han de hacerse responsables como fuentes de la resistencia hacia el tratamiento psicoanalítico y como impedimentos para el éxito terapéutico, pueden surgir de raíces más profundas y diferentes. Aquí tratamos con las cosas últimas, de las que la investigación psicológica puede aprender algo: la conducta de los dos instintos primigenios, su distribución, su mezcla y su difusión - cosas de las que no se puede pensar que están confinadas a una simple provincia del aparato psíquico, el ello, el yo o el superyó -. Durante el trabajo analítico no se obtiene otra impresión de la resistencia, sino la de que es una fuerza que se defiende con todos los medios posibles contra la curación y que se halla completamente resuelta a aferrarse a la enfermedad y al sufrimiento.

Una parte de esta fuerza ha sido reconocida por nosotros, sin duda con justicia, como el sentimiento de culpa y la necesidad de castigo y la hemos localizado en la relación del yo con el superyó. Pero ésta es sólo la porción que se halla de algún modo ligada psíquicamente al superyó, haciéndose así reconocible; otras porciones de esta misma fuerza, ligadas o libres, pueden actuar en otros lugares no especificados. Si consideramos el cuadro completo constituido por los fenómenos del masoquismo, inmanente a tanta gente, la reacción terapéutica negativa y el sentimiento de culpa encontrado en tantos neuróticos, no podremos ya adherirnos a la creencia de que los sucesos psíquicos se hallan gobernados exclusivamente por el deseo de placer. Estos fenómenos son inequívocas indicaciones de la presencia en la vida psíquica de una fuerza a la que llamamos instinto de agresión o de destrucción, según sus fines, y que hacemos remontar al primitivo instinto de muerte de la materia viva. No se trata de una antítesis entre una teoría optimista y otra pesimista de la vida. Solamente por la acción mutuamente concurrente u opuesta de los dos instintos primigenios - Eros y el instinto de muerte -, y nunca por uno solo de ellos, podemos explicar la rica multiplicidad de los fenómenos de la vida.

Cómo algunas partes de esas dos clases de instintos se combinan para realizar las diversas funciones vitales, en qué condiciones estas combinaciones se aflojan o se rompen, a qué trastornos corresponden estos cambios y con qué sentimientos responde a ellos la escala perceptiva del principio del placer, son problemas cuya elucidación sería el resultado más interesante de la investigación psicológica. Por el momento hemos de rendirnos a la superioridad de las fuerzas contra las cuales vemos que quedan anulados nuestros esfuerzos. Aun ejercer un influjo psíquico en el simple masoquismo es una carga para nuestras posibilidades. Al estudiar los fenómenos que testimonian de la actividad del instinto de destrucción no estamos confinados a hacer observaciones en un material patológico. Muchos hechos de la vida psíquica normal piden una explicación de esta clase, y cuanto más aguda se hace nuestra mirada, con mayor frecuencia los encontramos. El tema es demasiado nuevo y demasiado importante para que lo trate aquí como una cuestión secundaria. Me contentaré, por tanto, con seleccionar algunos ejemplos. Este es uno. Ya sabemos que en todas las épocas ha habido, como ahora hay, personas que pueden tomar como objeto sexual a miembros de su propio sexo lo mismo que del opuesto, sin que un impulso interfiera con el otro.

Llamamos a estas personas bisexuales y aceptamos su existencia sin sentir mucha sorpresa. Hemos llegado a saber, además, que todo ser humano es bisexual en este sentido y que su libido se halla distribuida, de un modo manifiesto o latente, sobre objetos de uno y otro sexos. Pero nos sorprende lo siguiente: mientras que en la primera clase de personas los dos impulsos corren juntos sin conflicto, en la segunda y más numerosa se hallan en un estado de conflicto irreconciliable. La heterosexualidad de un hombre no se entiende con la homosexualidad, y viceversa. Si la primera es la más fuerte, logra conservar latente a la segunda, impidiéndole su satisfacción en la realidad. Por otro lado, no existe peligro mayor para la función heterosexual de un hombre que el que sea perturbada por su homosexualidad latente. Podríamos intentar explicar esto diciendo que cada individuo solamente dispone de una cierta cantidad de libido por la que ambos impulsos rivales han de luchar. Pero no está claro por qué los rivales no siempre dividen entre ellos la cantidad disponible de libido de acuerdo con su fuerza relativa, puesto que son capaces de hacerlo así en cierto número de casos. Nos vemos forzados a aceptar la conclusión de que la tendencia a un conflicto es algo especial, algo sobreañadido a la situación, independientemente de la cantidad de libido. Una tendencia, que emerge independientemente, a presentar conflictos de esta clase no puede realmente atribuirse a nada, sino a la intervención de un elemento de agresividad libre.

Si reconocemos el caso que estamos discutiendo como expresión del instinto agresivo o destructivo, se plantea la cuestión de si esta opinión no debería extenderse a otras clases de conflictos e incluso si todo lo que sabemos acerca de los conflictos psíquicos no debería ser revisado desde este nuevo ángulo. Después de todo suponemos que en el curso del desarrollo del hombre desde un estado primitivo a otro civilizado su agresividad sufre un grado considerable de internalización o de vuelta hacia adentro; si es así, sus conflictos internos serían en realidad el equivalente de las luchas externas que entonces han cesado. Ya me doy cuenta de que la teoría dualista, según la cual un instinto de muerte o de destrucción o de agresión reclama los mismos derechos que el Eros que se manifiesta en la libido, ha encontrado pocas simpatías y no ha sido realmente aceptada ni aun por los psicoanalistas. Por esto me sentí tan satisfecho cuando, no hace mucho, encontré esta teoría mía en los escritos de uno de los grandes pensadores de la antigua Grecia. Estoy dispuesto a abandonar el prestigio de la originalidad en favor de esta confirmación, especialmente porque no puedo estar seguro, en vista de la amplitud de mis lecturas en los primeros años, de si lo que creí una nueva creación no sería sino un efecto de la criptomnesia.

Empédocles de Acragas (Girgenti), nacido alrededor del año 495 a. J. C. es una de las figuras más grandes y más notables en la historia de la civilización griega. Las actividades de su polifacética personalidad siguieron las más variadas direcciones. Fue investigador y pensador, profeta y mago, político, filántropo y médico, con un buen conocimiento de las ciencias naturales. Se dijo de él que había librado a la ciudad de Selinunte de la malaria y sus contemporáneos le reverenciaban como a un dios. Su mente parece haber reunido los más abruptos contrastes. Era exacto y sobrio en sus investigaciones físicas y fisiológicas, aunque no escapó a las oscuridades del misticismo y construyó especulaciones cósmicas de agudeza imaginativa sorprendente. Capelle le compara con el Doctor Fausto «al que le fueron revelados muchos secretos». Nacido en una época en que el reino de la ciencia se hallaba dividido en tantas provincias, algunas de sus teorías han de parecernos inevitablemente primitivas. Explicó la variedad de las cosas por la mezcla de los cuatro elementos: tierra, aire, fuego y agua. Sostenía que toda la Naturaleza estaba animada y creyó en la transmigración de las almas. Pero también incluyó en su cuerpo teórico de conocimientos ideas tan modernas como la evolución gradual de las criaturas vivientes, la supervivencia de los mejor dotados y un reconocimiento de la parte desempeñada por la suerte (zuch) en aquella evolución.

Pero la teoría de Empédocles que merece especialmente nuestro interés es una que se aproxima tanto a la teoría psicoanalítica de los instintos que nos encontraríamos tentados de mantener que las dos son idénticas si no fuera por la diferencia de que la del filósofo griego es una fantasía cósmica, mientras que la nuestra se contenta con reclamar una validez biológica. Al mismo tiempo el hecho de que Empédocles adscriba al Universo la misma naturaleza animada que al organismo individual despoja a esta diferencia de gran parte de su importancia. El filósofo enseñaba que dos principios gobernaban los sucesos en la vida del Universo y en la vida de la mente, y que esos principios estaban continuamente en guerra entre ellos. Los llamó jilia (amor) y necoz (lucha). De esas dos fuerzas - que concebía en el fondo como «fuerzas naturales que operaban como instintos y de ningún modo inteligencias con un propósito consciente» la una tiende a aglomerar las partículas primarias de los cuatro elementos en una unidad simple, mientras que la otra, por el contrario, busca disolver todas estas fusiones y separar las partículas primitivas de los elementos. Empédocles pensaba que el proceso del Universo era una alternación continuada e incesante de períodos, en la cual la una o la otra de las dos fuerzas fundamentales obtenía la superioridad, de modo que unas veces el amor, otras la lucha, realizan por completo sus propósitos y dominan el Universo, después de lo cual la contraria, antes vencida, se impone y, a su vez, derrota a su contrincante.

Los dos principios fundamentales de Empédocles - jilia y neicoz - son en cuanto al hombre y a la función los mismos que nuestros dos instintos primigenios, el Eros y la tendencia a la destrucción, el primero de los cuales se dirige a combinar lo que existe en unidades cada vez mayores, mientras que el segundo aspira a disolver esas combinaciones y a destruir las estructuras a las que han dado lugar. No nos sorprenderá, sin embargo, encontrar que en su reemergencia después de dos milenios y medio esta teoría ha sido alterada en algunos de sus aspectos. Aparte de la restricción al campo biofísico que nos ha sido impuesta, ya no tenemos como sustancias básicas los cuatro elementos de Empédocles; lo que vive ha sido claramente diferenciado de lo inanimado y ya no pensamos en la mezcla y separación de partículas de sustancia, sino en la soldadura y en la disolución de componentes instintivos. Además, nosotros hemos proporcionado una especie de base biológica para el principio de la «lucha», remontando nuestro instinto de destrucción al instinto de muerte, al deseo de lo que vive a volver a un estado inanimado. Esto no es negar que un instinto análogo existiera ya antes ni, naturalmente, afirmar que un instinto de esta clase solamente apareció con la emergencia de la vida. Y nadie puede prever de qué guisa el núcleo de verdad contenido en la teoría de Empédocles se presentará a la comprensión de la posteridad.
Sigmund Freud
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miércoles, 25 de agosto de 2010

ANÁLISIS TERMINABLE E INTERMINABLE -V-


V. Habíamos partido de la cuestión de cómo podemos acortar la incómoda duración del tratamiento psicoanalítico, y conservando en la mente esta cuestión del tiempo hemos llegado a considerar si es posible lograr una curación permanente e incluso prevenir enfermedades futuras por un tratamiento profiláctico. Al hacer esto encontramos que los factores decisivos para el éxito de nuestros esfuerzos terapéuticos eran el influjo de una etiología traumática, la fuerza relativa de los instintos que han de ser controlados y una cosa que hemos llamado una alteración del yo. Sólo el segundo de estos factores ha sido discutido con algún detalle, y en relación con él hemos tenido ocasión de reconocer la enorme importancia del factor cuantitativo y de poner de relieve la pretensión del enfoque metapsicológico de ser tenido en cuenta en cualquier intento de explicación. Respecto al tercer factor, la alteración del yo, no hemos dicho todavía nada. Si dirigimos a él nuestra atención, la primera impresión que recibimos es que hay mucho que preguntar y mucho que contestar y que lo que digamos acerca de ello resultaría muy incierto. Esta primera impresión se ve confirmada cuando penetramos más profundamente en el problema. Como es bien sabido, la situación analítica consiste en que nos aliamos con el yo de la persona sometida al tratamiento con el fin de dominar partes de su ello que se hallan incontroladas; es decir, de incluirlas en la síntesis de su yo. El hecho de que una cooperación de esta clase fracasa habitualmente en el caso de los psicóticos nos permite sentar sólidamente nuestros pies para establecer un juicio. Si hemos de poder hacer un pacto con el yo, éste ha de ser normal. Pero un yo normal de esta clase es, como la normalidad en general, una ficción ideal. El yo anormal, que no sirve para nuestros propósitos, no es, por desgracia, una ficción. Toda persona normal es de hecho solamente normal en cuanto pertenece a la media. Su yo se aproxima al del psicótico en uno u otro aspectos y en mayor o menor cantidad; y el grado de su alejamiento de un extremo de la serie y de su proximidad al otro nos proporcionará una medida provisional de lo que hemos llamado con tanta imprecisión «alteración del yo».

Si preguntamos cuál es la fuente de la gran diversidad de clases y grados de alteración del yo, no podemos escapar a la primera alternativa evidente de que esas alteraciones son o congénitas o adquiridas. De ellas la segunda clase será la más fácil de tratar. Si son adquiridas ciertamente, lo habrán sido en el curso del desarrollo, empezando ya en los primeros años de la vida. Porque el yo ha de intentar, desde el principio, realizar su tarea de mediar entre su ello y el mundo externo al servicio del principio del placer y proteger al ello de los peligros del mundo exterior. Si en el curso de esos esfuerzos el yo aprende también a adoptar una actitud defensiva hacia su propio ello y a tratar las demandas instintivas del último como peligros externos, esto ocurre, por lo menos en parte, porque comprende que la satisfacción del instinto llevaría a conflictos con el mundo externo. Por tanto, bajo la influencia de la educación, el yo se va acostumbrando a llevar el escenario de la lucha desde fuera adentro y a dominar el peligro interno antes que se convierta en peligro externo y probablemente la mayor parte de las veces tiene razón al hacerlo así. Durante esta lucha en dos frentes - más tarde habrá un tercer frente también - el yo utiliza varios procedimientos para realizar su tarea, que es, para decirlo en términos generales, evitar el peligro, la ansiedad y el displacer. A estos procedimientos los llamamos «mecanismos de defensa». Nuestro conocimiento acerca de ellos no es todavía completo. El libro de Anna Freud (1936) nos ha dado una primera visión de su multiplicidad y de su significado polivalente.

Fue a partir de uno de estos mecanismos, el de represión, como tuvo su principio el estudio de los procesos neuróticos. Nunca se dudó de que no era el único procedimiento que el yo podía emplear para sus propósitos. Pero la represión es algo muy peculiar y ahora se encuentra más claramente diferenciada de los otros mecanismos que éstos entre ellos. Me gustaría poner en claro esta relación con los restantes mecanismos mediante una analogía, aunque sé que en estas cuestiones las analogías no pueden llevarnos muy lejos. Imaginemos lo que podría haberle ocurrido a un libro en una época en que los libros no eran impresos, sino que eran escritos individualmente. Supondremos que uno de estos libros contenía afirmaciones que en tiempos posteriores fueron consideradas como indeseables - por ejemplo, según Robert Eisler (1929), los escritos de Flavio Josefo habrían contenido pasajes acerca de Jesucristo que resultarían ofensivos para la cristiandad posterior -. Actualmente el único mecanismo defensivo del que la censura oficial podría echar mano sería confiscar y destruir todos los ejemplares de la edición. En aquel tiempo se utilizaban métodos diferentes para hacer inocuo el libro. Uno era tachar concienzudamente los pasajes ofensivos para que resultaran ilegibles. Entonces no podían ser transcritos y el copista posterior producía un texto irreprochable, pero con lagunas en determinados pasajes y, por tanto, éstos podían resultar ininteligibles.

Otro camino, si las autoridades no se hallaban conformes con éste y querían que no se percibiera que el texto había sido mutilado, era proceder a la distorsión del mismo. Algunas palabras podían ser omitidas o reemplazadas por otras, y algunas nuevas frases, intercaladas. Mejor que nada, todo el pasaje sería borrado y se colocaría en su lugar otro que dijera exactamente lo contrario. El copista siguiente produciría un texto que no provocaría sospechas, pero que estaría falsificado. Ya no contendría lo que el autor quería decir; y es muy probable que las correcciones no se habrían hecho ateniéndose a la verdad. Si no seguimos la analogía demasiado rígidamente, podemos decir que la represión tiene la misma relación con los otros métodos de defensa que la omisión tiene con la distorsión del texto, y en las diferentes formas de esta falsificación podemos descubrir paralelos con la diversidad de modos en los que el yo se altera. Se puede intentar presentar la objeción de que la analogía está equivocada en un punto esencial, porque la distorsión de un texto es el trabajo de una censura tendenciosa de la que no encuentra nada similar en la evolución del yo. Pero esto no es así porque un propósito tendencioso de esta clase se halla representado ampliamente por la fuerza impulsora del principio del placer.

El aparato psíquico no tolera el displacer, ha de eliminarlo a toda costa, y si la percepción de la realidad lleva consigo displacer, aquella percepción - esto es la verdad - debe ser sacrificada. Donde existen peligros externos el individuo puede ayudarse por algún tiempo mediante la huida y la evitación de las situaciones de peligro hasta que más tarde sea bastante fuerte para desplazar la amenaza mediante la alteración activa de la realidad. Pero no podemos huir de nosotros mismos; la huida no es un remedio frente al peligro interno. Y por esta razón los mecanismos defensivos del yo están condenados a falsificar nuestra percepción interna y a darnos solamente una imagen imperfecta y desfigurada de nuestro ello. Por tanto, en su relación con el ello, el yo queda paralizado por sus restricciones o cegado por sus errores, y el resultado de esto en la esfera de los acontecimientos psíquicos sólo puede ser comparado al hecho de pasear por un territorio que no se conoce y sin tener un buen par de piernas.

Los mecanismos de defensa sirven al propósito de alejar los peligros. No puede negarse que en esto tienen éxito, y es dudoso si el yo podría pasarse sin ellos durante su desarrollo. Pero también es cierto que, a su vez, pueden convertirse en peligros. A veces resulta que el yo ha pagado un precio demasiado alto por los servicios que le prestan. El gasto dinámico necesario para mantenerlos y las restricciones del yo que presuponen casi invariablemente resultan una pesada carga en la economía psíquica. Además, esos mecanismos no se extinguen después de haber ayudado al yo durante los años difíciles de su desarrollo. Naturalmente, ningún individuo usa todos los posibles mecanismos de defensa. Cada persona sólo utiliza una selección de ellos. Pero éstos quedan fijados en su yo. Se convierten en modos regulares de reacción de su carácter, que se repiten a lo largo de su vida cuando se presenta una situación similar a la primitiva. Esto los convierte en infantilismos, que comparten el destino de tantas instituciones que intentan subsistir después que ha pasado la época en que eran útiles. Vernunft wird Unsinn, Wohltat Plage, se queja el poeta. El yo del adulto, con su fuerza incrementada, continúa defendiéndose contra peligros que ya no existen en la realidad; se siente impulsado a buscar en la realidad aquellas situaciones que pueden servir como un sustituto aproximado del peligro primitivo para poder justificar, en relación con ellas, el que mantengan sus modos habituales de reacción. Así podemos comprender fácilmente cómo los mecanismos defensivos, produciendo una alienación más amplia del mundo exterior y una debilitación permanente del yo, facilitan y pavimentan el camino para la irrupción de la neurosis.

Pero por el momento no nos interesa el papel patógeno de los mecanismos de defensa. Lo que intentamos descubrir es la influencia que las alteraciones del yo, que corresponden a ellos, tienen sobre nuestros esfuerzos terapéuticos. El material para una respuesta a esta pregunta aparece en el libro de Anna Freud al que ya nos hemos referido. El punto esencial es que el paciente repite esos modos de reacción durante el trabajo analítico, que los produce ante nuestros ojos. En realidad sólo por este camino podemos conocerlos. Esto no significa que hagan imposible el psicoanálisis. Por el contrario, constituyen la mitad de nuestra tarea analítica. La otra mitad, que era de la que se ocupaba el psicoanálisis en sus primeros tiempos, es el descubrimiento de lo que se halla oculto en el ello. Durante el tratamiento nuestro trabajo terapéutico se halla oscilando continuamente hacia adelante y hacia atrás, igual que un péndulo, entre un fragmento de análisis del ello y otro del análisis del yo. En el primer caso necesitamos hacer consciente algo del ello; en el otro queremos corregir algo del yo. Lo importante es que los mecanismos defensivos dirigidos contra el peligro primitivo reaparecen en el tratamiento como resistencias contra la curación. De aquí resulta que el yo considera la curación como un nuevo peligro.

El efecto terapéutico depende de que se haga consciente lo que se halla reprimido, en el sentido más amplio de la palabra, en el ello. Preparamos el camino para esta conscienciación por las interpretaciones y las construcciones, pero interpretamos sólo para nosotros y no para el paciente, en tanto el yo se aferra a sus antiguas defensas y no abandona sus resistencias. Ahora bien: esas resistencias, aunque pertenecen al yo, son inconscientes y en cierto modo se hallan aisladas dentro de él. El psicoanalista las reconoce con más facilidad que al material oculto en el ello. Se podría pensar que sería suficiente tratarlas como fragmentos del ello y, haciéndolas conscientes, ponerlas en relación con el resto del yo. De este modo supondríamos que habíamos realizado la mitad de la tarea del psicoanálisis; no deberíamos contar con encontrar una resistencia contra el descubrimiento de las resistencias. Pero es esto lo que sucede. Durante el trabajo sobre las resistencias el yo se retira - más o menos seriamente - del acuerdo sobre el que se basa la situación psicoanalítica. El yo cesa de apoyar nuestros esfuerzos para descubrir el ello; se opone a ellos, desobedece la regla fundamental del análisis y no permite que emerja nada derivado de lo reprimido. No podemos esperar que el paciente tenga una gran convicción sobre el poder curativo del análisis. Puede haber traído consigo un cierto grado de confianza en el analista, que será reforzado hasta que resulte eficaz por los factores de la transferencia positiva que se creará en él.

Bajo el influjo de los impulsos displacenteros que siente como resultado de la reactivación de sus conflictos defensivos, las transferencias negativas pueden ocupar el primer plano y anular por completo la situación psicoanalítica. Ahora el paciente mira al psicoanalista como a un extraño que tiene exigencias desagradables para él y se conduce entonces como un niño que no gusta del extraño y no cree nada de lo que le dice. Si el psicoanalista intenta explicar al paciente una de las distorsiones hechas por él con propósitos de defensa y corregirle, lo encuentra sin comprensión e inaccesible a los argumentos mejor fundamentados. Así vemos que existe una resistencia al descubrimiento de las resistencias, y los mecanismos defensivos merecen realmente el nombre que les hemos dado primitivamente aun antes de haberlos examinado en detalle. Son resistencias no sólo a la concienciación de los contenidos del ello, sino también al análisis como un todo y, por tanto, a la curación. El efecto producido en el yo por las defensas puede describirse acertadamente como una «alteración del yo», si por esto comprendemos una desviación de la ficción de un yo normal que garantizaría una inquebrantable lealtad al trabajo del análisis. Es fácil entonces aceptar el hecho, que la experiencia diaria muestra, de que el resultado de un tratamiento psicoanalítico depende esencialmente de la fuerza y de la profundidad de las raíces de esas resistencias, que dan lugar a una alteración del yo. De nuevo nos enfrentamos con la importancia del factor cuantitativo y otra vez hemos de pensar que el análisis sólo puede echar mano de cantidades de energía definidas y limitadas que han de medirse con las fuerzas hostiles. Y parece como si la victoria se hallara de hecho, como regla general, del lado de los grandes batallones.
Sigmund Freud
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martes, 24 de agosto de 2010

ANÁLISIS TERMINABLE E INTERMINABLE -IV-


IV. La otras dos preguntas - si mientras estamos tratando un conflicto instintivo podemos proteger a un paciente de futuros conflictos y si es factible y fácil con fines profilácticos investigar un conflicto que no es manifiesto en el momento - deben ser tratadas juntas, porque, evidentemente la primera tarea sólo puede ser realizada en tanto se lleva a cabo la segunda - es decir, en cuanto un posible conflicto futuro es convertido en un conflicto actual sobre el cual se puede influir -. Este nuevo modo de presentar el problema es, en el fondo, sólo una ampliación del primero. Mientras en el primer ejemplo consideramos cómo proteger contra la reaparición del mismo conflicto, estudiamos ahora cómo proteger contra su posible sustitución por otro conflicto. Este parece un propósito muy ambicioso, pero todo lo que pretendemos es poner de manifiesto qué límites existen para la eficacia de la terapéutica psicoanalítica. Aun cuando nuestra ambición terapéutica se halla tentada a emprender tales tareas, la experiencia rechaza la posibilidad de hacerlo. Si un conflicto instintivo no es actualmente activo, no se manifiesta, no podemos influir sobre él ni aun con el psicoanálisis. El aviso de que deberíamos dejar tranquilos a los perros que duermen, que tantas veces hemos oído en relación con nuestros esfuerzos por explorar el mundo psíquico profundo, es particularmente inadecuado si se aplica a la vida psíquica. Porque si los instintos están produciendo trastornos, ésta es la prueba de que los perros no duermen; y si realmente parecen estar durmiendo, no se halla en nuestras manos el poder despertarlos. Sin embargo, esta última afirmación no parece ser totalmente exacta y precisa una discusión más detallada. Consideremos los medios de que disponemos para transformar un conflicto instintivo que se halla por el momento latente en otro actualmente activo.

Evidentemente, sólo podemos hacer dos cosas. Podemos producir situaciones en las que el conflicto se haga activo o podemos contentarnos con discutirlo en el análisis y señalar la posibilidad de que surja. La primera de estas dos alternativas puede realizarse de dos maneras: en la realidad o en la transferencia - en cualquiera de los dos casos exponiendo al paciente a una cierta cantidad de sufrimiento real por la frustración y el represamiento de la libido -. Es verdad que nosotros ya usamos una técnica de esta clase en nuestro método analítico ordinario. ¿Qué significa, si no, la regla de que el análisis debe realizarse «en un estado de frustración». Pero es una técnica que usamos para tratar un conflicto actualmente activo. Intentamos llevar ese conflicto a una culminación desarrollarlo hasta el máximo para aumentar la fuerza instintiva de que se pueda disponer para su solución. La experiencia psicoanalítica nos ha enseñado que lo mejor es siempre enemigo de lo bueno y que en cada fase de recuperación del paciente hemos de luchar contra su inercia, que en seguida se contenta con una solución incompleta.

Si, sin embargo, lo que pretendemos es un tratamiento profiláctico de los conflictos instintivos que no son actualmente activos, sino meramente potenciales, no será bastante el regular los sufrimientos que ya se hallan presentes en el paciente y que no puede evitar. Deberíamos estar dispuestos a provocar en él nuevos sufrimientos; y esto, hasta ahora y con plena razón, lo hemos dejado en manos del Destino. De todas partes nos reprocharían el intentar sustituir al Destino si sujetáramos a las pobres criaturas humanas a estos crueles experimentos. ¿Y qué clase de experimentos habrían de ser? Con propósitos de profilaxis, ¿podríamos tomar la responsabilidad de destruir un matrimonio satisfactorio o de aconsejar al paciente que abandonara un empleo del que depende su subsistencia? Afortunadamente, nunca nos encontramos en situación de tener que considerar si tales intervenciones en la vida real del paciente están justificadas; no poseemos los plenos poderes que serían necesarios, y el sujeto de nuestro experimento terapéutico rehusaría con seguridad el cooperar en él. Entonces en la práctica tal proceder queda virtualmente excluido; pero, además, existen objeciones teóricas. Porque el trabajo de análisis progresa mejor si las experiencias patógenas del paciente pertenecen al pasado, de modo que su yo pueda hallarse a una cierta distancia de ellas. En los estados de crisis aguda el psicoanálisis no puede utilizarse con ningún propósito.

Todo el interés del yo está absorbido por la penosa realidad y se retira del análisis, que es un intento de penetrar bajo la superficie y descubrir las influencias del pasado. El crear un nuevo conflicto sería solamente hacer más largo y más difícil el trabajo psicoanalítico. Se nos dirá que estas observaciones son completamente innecesarias. Nadie piensa en conjurar de propósito nuevas situaciones de sufrimiento para hacer posible el tratamiento de un conflicto instintivo latente. No podría alardearse mucho de esto como de un logro profiláctico. Sabemos, por ejemplo, que un paciente que ha curado de la escarlatina está inmune para una recaída en la misma enfermedad; pero a ningún médico se le ocurre tomar a una persona que puede enfermar de escarlatina e infectarle tal enfermedad para inmunizarla contra ella. La medida protectora no ha de producir la misma situación de peligro que crea la enfermedad misma, sino solamente algo mucho más leve, como en el caso de la vacunación contra la viruela y otros muchos procedimientos semejantes. En la profilaxia psicoanalítica, por tanto, contra conflictos instintivos los únicos métodos que pueden ser considerados son los otros dos que hemos mencionado: la producción artificial de nuevos conflictos en la transferencia (conflictos a los que después de todo, les falta el carácter de realidad) y la presentación de conflictos reales en la imaginación del paciente hablándole acerca de ellos y familiarizándole con su posibilidad.

No sé si podemos afirmar que el primero de estos procedimientos atenuados se halla excluido del psicoanálisis. En esta dirección no se han hecho experimentos especiales. Pero las dificultades que se presentan no arrojan una luz muy prometedora sobre tales empresas. En primer lugar, las posibilidades de tal situación en la transferencia son muy limitadas. Los pacientes no pueden llevar por sí mismos todos sus conflictos a la transferencia, ni el psicoanalista puede concitar todos sus posibles conflictos instintivos a partir de la situación transferencial. Puede provocar sus celos o hacerles experimentar decepciones en amor, pero para producir esto no se requiere un propósito técnico. Estas cosas suceden por sí mismas en la mayor parte de los análisis. En segundo lugar, no debemos pasar por alto el hecho de que todas las medidas de esta clase obligarían al psicoanalista a conducirse de un modo inamistoso con los pacientes, y esto tendría un efecto perturbador sobre la actitud afectiva - sobre la transferencia positiva -, que es el motivo más fuerte para que el paciente participe en el trabajo común del psicoanálisis. Así, no habríamos de esperar mucho de este procedimiento.

Esto nos deja abierto solamente un método - el que probablemente fue el único que primitivamente se tuvo en cuenta -. Le hablamos al paciente acerca de las posibilidades de otros conflictos instintivos y provocamos la expectación de que tales conflictos puedan aparecer en él. Lo que esperamos es que esta información y esta advertencia tendrán el efecto de activar uno de los conflictos que hemos indicado en un grado moderado y, sin embargo, suficiente para el tratamiento. Pero esta vez la experiencia habla con una voz clara. El resultado esperado no aparece. El paciente oye nuestro mensaje, pero no hay respuesta. Puede pensar: «Esto es muy interesante, pero no siento la menor traza de ello». Hemos aumentado su conocimiento, pero no hemos alterado nada en él. La situación es la misma que cuando la gente lee trabajos psicoanalíticos. El lector resulta «estimulado» solamente por aquellos pasajes que siente que se aplican a él mismo; esto es, que conciernen a conflictos que son activos en él en aquel momento. Todo lo demás le deja frío. Podemos tener experiencias análogas, pienso, cuando damos a los niños una aclaración sexual. Me hallo lejos de mantener que esto sea una cosa perjudicial o innecesaria, pero está claro que el efecto profiláctico de esta medida liberal ha sido grandemente hipervalorado. Después de esta aclaración los niños saben algo que antes no sabían, pero no utilizan los nuevos conocimientos que se les han facilitado. Incluso llegamos a ver que no tienen prisa por sacrificar a estos nuevos conocimientos las teorías sexuales, que podrían ser descritas como un crecimiento natural, y que ellos mismos han construido en armonía y dependencia con su organización libidinal imperfecta - teorías acerca del papel desempeñado por la cigüeña, respecto a la naturaleza del contacto sexual y sobre el modo cómo se hacen los niños -. Mucho tiempo después de haber recibido la aclaración sexual se comportan igual que las razas primitivas que han recibido la influencia del cristianismo, pero continúan adorando en secreto sus viejos ídolos.
Sigmund Freud
Continúa.