VI. La siguiente cuestión que hemos de tratar es si todas las alteraciones del yo en nuestro sentido del término se adquieren durante las luchas defensivas de los primeros años. No hay duda en cuanto a la contestación. No tenemos razones para negar la existencia y la importancia de características originales e innatas distintivas del yo. Esto se comprueba por el simple hecho de que cada persona hace una selección de los posibles mecanismos de defensa, que usa solamente unos pocos y siempre los mismos. Esto parecería indicar que cada yo está provisto desde un principio con disposiciones e impulsos individuales, aunque es verdad que no podemos especificar su naturaleza ni lo que los determina. Sabemos también que no debemos exagerar la diferencia entre caracteres heredados y adquiridos como una antítesis, lo que fue adquirido por nuestros antepasados forma, ciertamente, una parte importante de lo que heredamos. Cuando hablamos de una «herencia arcaica», corrientemente estamos pensando solamente en el ello y parece que aceptamos que en el comienzo de la vida individual no existe todavía un yo. Pero no hemos de pasar por alto el hecho de que el ello y el yo son originalmente una misma cosa; tampoco implica una hipervaloración mística de la herencia el pensar que sea creíble que aun antes que el yo haya surgido a la existencia están ya preparadas para él las líneas de desarrollo, los impulsos y las reacciones que más tarde exhibirá. Las peculiaridades psicológicas de las familias, razas y naciones, incluso en su actitud hacia el psicoanálisis, no permiten otra explicación. Más aún: la experiencia psicoanalítica nos ha imbuido la convicción de que hasta los contenidos psíquicos particulares, como el simbolismo, no tienen otras fuentes que la transmisión hereditaria, y algunas investigaciones en el terreno de la antropología social hacen plausible suponer que otros precipitados, igualmente especializados, dejados por la evolución humana se hallan también presentes en la herencia arcaica.
Con el reconocimiento de que las propiedades del yo que encontramos bajo la forma de resistencias pueden ser tanto determinadas por la herencia como adquiridas en las luchas defensivas pierde mucho de su valor para nuestra investigación la distinción topográfica entre lo que es yo y lo que es ello. Si damos un paso más en nuestra experiencia analítica llegamos a resistencias de otro tipo, que ya no podemos localizar y que parecen depender de condiciones fundamentales del aparato psíquico. Sólo puedo dar unos pocos ejemplos de este tipo de resistencias: el campo de investigación nos es todavía asombrosamente extraño y está insuficientemente explorado. Encontramos personas, por ejemplo, a quienes nos sentiríamos inclinados a atribuir una especial «adhesividad de la libido». Los procesos que el tratamiento pone en marcha son mucho más lentos en ellas que en otras personas, porque al parecer no pueden acostumbrarse a separar las catexias -cathexes, del griego kathexis, en psicoanálisis: la concentración de deseos sobre algún objeto e idea; también la cantidad de deseos así concentrados - libidinales de un objeto para transferirlas a otro, aunque no podamos descubrir una especial razón para esta lealtad de las catexias.
Encontramos también el tipo de persona opuesto, en el que la libido parece particularmente movilizable; entra fácilmente en las nuevas catexias sugeridas por el análisis, abandonando las antiguas. La diferencia entre los dos tipos es comparable a la que sentiría un escultor según trabajara en una piedra dura o en el blando yeso. Por desgracia, en este segundo tipo los resultados del análisis resultan ser con frecuencia muy poco duraderos; las nuevas catexias son pronto abandonadas, y tenemos la impresión no de haber trabajado en yeso, sino de haber escrito en el agua. En las palabras del proverbio «Los dineros del sacristán cantando vienen, cantando se van». En otro grupo de casos nos vemos sorprendidos por una actitud de nuestros pacientes que solamente puede ser atribuida a un agotamiento de la plasticidad, de la capacidad de cambio y de desarrollo que ordinariamente esperaríamos. Estamos en verdad preparados para encontrar en el análisis un cierto grado de inercia psíquica. Cuando el trabajo analítico ha abierto nuevos caminos a un impulso instintivo, casi invariablemente observamos que el impulso no penetra en ellos sin una marcada vacilación. A esta conducta la hemos llamado, tal vez no muy correctamente, «resistencia del ello».
Pero en los pacientes a los que ahora me refiero todos los procesos mentales, las relaciones y las distribuciones de fuerzas son inmodificables, fijas y rígidas. Encontramos lo mismo en personas muy ancianas, en cuyo caso se explica como siendo debido a lo que se describe como la fuerza de la costumbre o a un agotamiento de la receptividad, una especie de entropía psíquica. Pero aquí tratamos con personas que todavía son jóvenes. Nuestro conocimiento teórico no parece adecuado para dar una explicación correcta de estos tipos. Probablemente intervienen algunas características pasajeras, algunas alteraciones del ritmo del desarrollo de la vida psíquica que todavía no hemos apreciado. En otro grupo de casos las características distintivas del yo, que han de hacerse responsables como fuentes de la resistencia hacia el tratamiento psicoanalítico y como impedimentos para el éxito terapéutico, pueden surgir de raíces más profundas y diferentes. Aquí tratamos con las cosas últimas, de las que la investigación psicológica puede aprender algo: la conducta de los dos instintos primigenios, su distribución, su mezcla y su difusión - cosas de las que no se puede pensar que están confinadas a una simple provincia del aparato psíquico, el ello, el yo o el superyó -. Durante el trabajo analítico no se obtiene otra impresión de la resistencia, sino la de que es una fuerza que se defiende con todos los medios posibles contra la curación y que se halla completamente resuelta a aferrarse a la enfermedad y al sufrimiento.
Una parte de esta fuerza ha sido reconocida por nosotros, sin duda con justicia, como el sentimiento de culpa y la necesidad de castigo y la hemos localizado en la relación del yo con el superyó. Pero ésta es sólo la porción que se halla de algún modo ligada psíquicamente al superyó, haciéndose así reconocible; otras porciones de esta misma fuerza, ligadas o libres, pueden actuar en otros lugares no especificados. Si consideramos el cuadro completo constituido por los fenómenos del masoquismo, inmanente a tanta gente, la reacción terapéutica negativa y el sentimiento de culpa encontrado en tantos neuróticos, no podremos ya adherirnos a la creencia de que los sucesos psíquicos se hallan gobernados exclusivamente por el deseo de placer. Estos fenómenos son inequívocas indicaciones de la presencia en la vida psíquica de una fuerza a la que llamamos instinto de agresión o de destrucción, según sus fines, y que hacemos remontar al primitivo instinto de muerte de la materia viva. No se trata de una antítesis entre una teoría optimista y otra pesimista de la vida. Solamente por la acción mutuamente concurrente u opuesta de los dos instintos primigenios - Eros y el instinto de muerte -, y nunca por uno solo de ellos, podemos explicar la rica multiplicidad de los fenómenos de la vida.
Cómo algunas partes de esas dos clases de instintos se combinan para realizar las diversas funciones vitales, en qué condiciones estas combinaciones se aflojan o se rompen, a qué trastornos corresponden estos cambios y con qué sentimientos responde a ellos la escala perceptiva del principio del placer, son problemas cuya elucidación sería el resultado más interesante de la investigación psicológica. Por el momento hemos de rendirnos a la superioridad de las fuerzas contra las cuales vemos que quedan anulados nuestros esfuerzos. Aun ejercer un influjo psíquico en el simple masoquismo es una carga para nuestras posibilidades. Al estudiar los fenómenos que testimonian de la actividad del instinto de destrucción no estamos confinados a hacer observaciones en un material patológico. Muchos hechos de la vida psíquica normal piden una explicación de esta clase, y cuanto más aguda se hace nuestra mirada, con mayor frecuencia los encontramos. El tema es demasiado nuevo y demasiado importante para que lo trate aquí como una cuestión secundaria. Me contentaré, por tanto, con seleccionar algunos ejemplos. Este es uno. Ya sabemos que en todas las épocas ha habido, como ahora hay, personas que pueden tomar como objeto sexual a miembros de su propio sexo lo mismo que del opuesto, sin que un impulso interfiera con el otro.
Llamamos a estas personas bisexuales y aceptamos su existencia sin sentir mucha sorpresa. Hemos llegado a saber, además, que todo ser humano es bisexual en este sentido y que su libido se halla distribuida, de un modo manifiesto o latente, sobre objetos de uno y otro sexos. Pero nos sorprende lo siguiente: mientras que en la primera clase de personas los dos impulsos corren juntos sin conflicto, en la segunda y más numerosa se hallan en un estado de conflicto irreconciliable. La heterosexualidad de un hombre no se entiende con la homosexualidad, y viceversa. Si la primera es la más fuerte, logra conservar latente a la segunda, impidiéndole su satisfacción en la realidad. Por otro lado, no existe peligro mayor para la función heterosexual de un hombre que el que sea perturbada por su homosexualidad latente. Podríamos intentar explicar esto diciendo que cada individuo solamente dispone de una cierta cantidad de libido por la que ambos impulsos rivales han de luchar. Pero no está claro por qué los rivales no siempre dividen entre ellos la cantidad disponible de libido de acuerdo con su fuerza relativa, puesto que son capaces de hacerlo así en cierto número de casos. Nos vemos forzados a aceptar la conclusión de que la tendencia a un conflicto es algo especial, algo sobreañadido a la situación, independientemente de la cantidad de libido. Una tendencia, que emerge independientemente, a presentar conflictos de esta clase no puede realmente atribuirse a nada, sino a la intervención de un elemento de agresividad libre.
Si reconocemos el caso que estamos discutiendo como expresión del instinto agresivo o destructivo, se plantea la cuestión de si esta opinión no debería extenderse a otras clases de conflictos e incluso si todo lo que sabemos acerca de los conflictos psíquicos no debería ser revisado desde este nuevo ángulo. Después de todo suponemos que en el curso del desarrollo del hombre desde un estado primitivo a otro civilizado su agresividad sufre un grado considerable de internalización o de vuelta hacia adentro; si es así, sus conflictos internos serían en realidad el equivalente de las luchas externas que entonces han cesado. Ya me doy cuenta de que la teoría dualista, según la cual un instinto de muerte o de destrucción o de agresión reclama los mismos derechos que el Eros que se manifiesta en la libido, ha encontrado pocas simpatías y no ha sido realmente aceptada ni aun por los psicoanalistas. Por esto me sentí tan satisfecho cuando, no hace mucho, encontré esta teoría mía en los escritos de uno de los grandes pensadores de la antigua Grecia. Estoy dispuesto a abandonar el prestigio de la originalidad en favor de esta confirmación, especialmente porque no puedo estar seguro, en vista de la amplitud de mis lecturas en los primeros años, de si lo que creí una nueva creación no sería sino un efecto de la criptomnesia.
Empédocles de Acragas (Girgenti), nacido alrededor del año 495 a. J. C. es una de las figuras más grandes y más notables en la historia de la civilización griega. Las actividades de su polifacética personalidad siguieron las más variadas direcciones. Fue investigador y pensador, profeta y mago, político, filántropo y médico, con un buen conocimiento de las ciencias naturales. Se dijo de él que había librado a la ciudad de Selinunte de la malaria y sus contemporáneos le reverenciaban como a un dios. Su mente parece haber reunido los más abruptos contrastes. Era exacto y sobrio en sus investigaciones físicas y fisiológicas, aunque no escapó a las oscuridades del misticismo y construyó especulaciones cósmicas de agudeza imaginativa sorprendente. Capelle le compara con el Doctor Fausto «al que le fueron revelados muchos secretos». Nacido en una época en que el reino de la ciencia se hallaba dividido en tantas provincias, algunas de sus teorías han de parecernos inevitablemente primitivas. Explicó la variedad de las cosas por la mezcla de los cuatro elementos: tierra, aire, fuego y agua. Sostenía que toda la Naturaleza estaba animada y creyó en la transmigración de las almas. Pero también incluyó en su cuerpo teórico de conocimientos ideas tan modernas como la evolución gradual de las criaturas vivientes, la supervivencia de los mejor dotados y un reconocimiento de la parte desempeñada por la suerte (zuch) en aquella evolución.
Pero la teoría de Empédocles que merece especialmente nuestro interés es una que se aproxima tanto a la teoría psicoanalítica de los instintos que nos encontraríamos tentados de mantener que las dos son idénticas si no fuera por la diferencia de que la del filósofo griego es una fantasía cósmica, mientras que la nuestra se contenta con reclamar una validez biológica. Al mismo tiempo el hecho de que Empédocles adscriba al Universo la misma naturaleza animada que al organismo individual despoja a esta diferencia de gran parte de su importancia. El filósofo enseñaba que dos principios gobernaban los sucesos en la vida del Universo y en la vida de la mente, y que esos principios estaban continuamente en guerra entre ellos. Los llamó jilia (amor) y necoz (lucha). De esas dos fuerzas - que concebía en el fondo como «fuerzas naturales que operaban como instintos y de ningún modo inteligencias con un propósito consciente» la una tiende a aglomerar las partículas primarias de los cuatro elementos en una unidad simple, mientras que la otra, por el contrario, busca disolver todas estas fusiones y separar las partículas primitivas de los elementos. Empédocles pensaba que el proceso del Universo era una alternación continuada e incesante de períodos, en la cual la una o la otra de las dos fuerzas fundamentales obtenía la superioridad, de modo que unas veces el amor, otras la lucha, realizan por completo sus propósitos y dominan el Universo, después de lo cual la contraria, antes vencida, se impone y, a su vez, derrota a su contrincante.
Los dos principios fundamentales de Empédocles - jilia y neicoz - son en cuanto al hombre y a la función los mismos que nuestros dos instintos primigenios, el Eros y la tendencia a la destrucción, el primero de los cuales se dirige a combinar lo que existe en unidades cada vez mayores, mientras que el segundo aspira a disolver esas combinaciones y a destruir las estructuras a las que han dado lugar. No nos sorprenderá, sin embargo, encontrar que en su reemergencia después de dos milenios y medio esta teoría ha sido alterada en algunos de sus aspectos. Aparte de la restricción al campo biofísico que nos ha sido impuesta, ya no tenemos como sustancias básicas los cuatro elementos de Empédocles; lo que vive ha sido claramente diferenciado de lo inanimado y ya no pensamos en la mezcla y separación de partículas de sustancia, sino en la soldadura y en la disolución de componentes instintivos. Además, nosotros hemos proporcionado una especie de base biológica para el principio de la «lucha», remontando nuestro instinto de destrucción al instinto de muerte, al deseo de lo que vive a volver a un estado inanimado. Esto no es negar que un instinto análogo existiera ya antes ni, naturalmente, afirmar que un instinto de esta clase solamente apareció con la emergencia de la vida. Y nadie puede prever de qué guisa el núcleo de verdad contenido en la teoría de Empédocles se presentará a la comprensión de la posteridad.
Con el reconocimiento de que las propiedades del yo que encontramos bajo la forma de resistencias pueden ser tanto determinadas por la herencia como adquiridas en las luchas defensivas pierde mucho de su valor para nuestra investigación la distinción topográfica entre lo que es yo y lo que es ello. Si damos un paso más en nuestra experiencia analítica llegamos a resistencias de otro tipo, que ya no podemos localizar y que parecen depender de condiciones fundamentales del aparato psíquico. Sólo puedo dar unos pocos ejemplos de este tipo de resistencias: el campo de investigación nos es todavía asombrosamente extraño y está insuficientemente explorado. Encontramos personas, por ejemplo, a quienes nos sentiríamos inclinados a atribuir una especial «adhesividad de la libido». Los procesos que el tratamiento pone en marcha son mucho más lentos en ellas que en otras personas, porque al parecer no pueden acostumbrarse a separar las catexias -cathexes, del griego kathexis, en psicoanálisis: la concentración de deseos sobre algún objeto e idea; también la cantidad de deseos así concentrados - libidinales de un objeto para transferirlas a otro, aunque no podamos descubrir una especial razón para esta lealtad de las catexias.
Encontramos también el tipo de persona opuesto, en el que la libido parece particularmente movilizable; entra fácilmente en las nuevas catexias sugeridas por el análisis, abandonando las antiguas. La diferencia entre los dos tipos es comparable a la que sentiría un escultor según trabajara en una piedra dura o en el blando yeso. Por desgracia, en este segundo tipo los resultados del análisis resultan ser con frecuencia muy poco duraderos; las nuevas catexias son pronto abandonadas, y tenemos la impresión no de haber trabajado en yeso, sino de haber escrito en el agua. En las palabras del proverbio «Los dineros del sacristán cantando vienen, cantando se van». En otro grupo de casos nos vemos sorprendidos por una actitud de nuestros pacientes que solamente puede ser atribuida a un agotamiento de la plasticidad, de la capacidad de cambio y de desarrollo que ordinariamente esperaríamos. Estamos en verdad preparados para encontrar en el análisis un cierto grado de inercia psíquica. Cuando el trabajo analítico ha abierto nuevos caminos a un impulso instintivo, casi invariablemente observamos que el impulso no penetra en ellos sin una marcada vacilación. A esta conducta la hemos llamado, tal vez no muy correctamente, «resistencia del ello».
Pero en los pacientes a los que ahora me refiero todos los procesos mentales, las relaciones y las distribuciones de fuerzas son inmodificables, fijas y rígidas. Encontramos lo mismo en personas muy ancianas, en cuyo caso se explica como siendo debido a lo que se describe como la fuerza de la costumbre o a un agotamiento de la receptividad, una especie de entropía psíquica. Pero aquí tratamos con personas que todavía son jóvenes. Nuestro conocimiento teórico no parece adecuado para dar una explicación correcta de estos tipos. Probablemente intervienen algunas características pasajeras, algunas alteraciones del ritmo del desarrollo de la vida psíquica que todavía no hemos apreciado. En otro grupo de casos las características distintivas del yo, que han de hacerse responsables como fuentes de la resistencia hacia el tratamiento psicoanalítico y como impedimentos para el éxito terapéutico, pueden surgir de raíces más profundas y diferentes. Aquí tratamos con las cosas últimas, de las que la investigación psicológica puede aprender algo: la conducta de los dos instintos primigenios, su distribución, su mezcla y su difusión - cosas de las que no se puede pensar que están confinadas a una simple provincia del aparato psíquico, el ello, el yo o el superyó -. Durante el trabajo analítico no se obtiene otra impresión de la resistencia, sino la de que es una fuerza que se defiende con todos los medios posibles contra la curación y que se halla completamente resuelta a aferrarse a la enfermedad y al sufrimiento.
Una parte de esta fuerza ha sido reconocida por nosotros, sin duda con justicia, como el sentimiento de culpa y la necesidad de castigo y la hemos localizado en la relación del yo con el superyó. Pero ésta es sólo la porción que se halla de algún modo ligada psíquicamente al superyó, haciéndose así reconocible; otras porciones de esta misma fuerza, ligadas o libres, pueden actuar en otros lugares no especificados. Si consideramos el cuadro completo constituido por los fenómenos del masoquismo, inmanente a tanta gente, la reacción terapéutica negativa y el sentimiento de culpa encontrado en tantos neuróticos, no podremos ya adherirnos a la creencia de que los sucesos psíquicos se hallan gobernados exclusivamente por el deseo de placer. Estos fenómenos son inequívocas indicaciones de la presencia en la vida psíquica de una fuerza a la que llamamos instinto de agresión o de destrucción, según sus fines, y que hacemos remontar al primitivo instinto de muerte de la materia viva. No se trata de una antítesis entre una teoría optimista y otra pesimista de la vida. Solamente por la acción mutuamente concurrente u opuesta de los dos instintos primigenios - Eros y el instinto de muerte -, y nunca por uno solo de ellos, podemos explicar la rica multiplicidad de los fenómenos de la vida.
Cómo algunas partes de esas dos clases de instintos se combinan para realizar las diversas funciones vitales, en qué condiciones estas combinaciones se aflojan o se rompen, a qué trastornos corresponden estos cambios y con qué sentimientos responde a ellos la escala perceptiva del principio del placer, son problemas cuya elucidación sería el resultado más interesante de la investigación psicológica. Por el momento hemos de rendirnos a la superioridad de las fuerzas contra las cuales vemos que quedan anulados nuestros esfuerzos. Aun ejercer un influjo psíquico en el simple masoquismo es una carga para nuestras posibilidades. Al estudiar los fenómenos que testimonian de la actividad del instinto de destrucción no estamos confinados a hacer observaciones en un material patológico. Muchos hechos de la vida psíquica normal piden una explicación de esta clase, y cuanto más aguda se hace nuestra mirada, con mayor frecuencia los encontramos. El tema es demasiado nuevo y demasiado importante para que lo trate aquí como una cuestión secundaria. Me contentaré, por tanto, con seleccionar algunos ejemplos. Este es uno. Ya sabemos que en todas las épocas ha habido, como ahora hay, personas que pueden tomar como objeto sexual a miembros de su propio sexo lo mismo que del opuesto, sin que un impulso interfiera con el otro.
Llamamos a estas personas bisexuales y aceptamos su existencia sin sentir mucha sorpresa. Hemos llegado a saber, además, que todo ser humano es bisexual en este sentido y que su libido se halla distribuida, de un modo manifiesto o latente, sobre objetos de uno y otro sexos. Pero nos sorprende lo siguiente: mientras que en la primera clase de personas los dos impulsos corren juntos sin conflicto, en la segunda y más numerosa se hallan en un estado de conflicto irreconciliable. La heterosexualidad de un hombre no se entiende con la homosexualidad, y viceversa. Si la primera es la más fuerte, logra conservar latente a la segunda, impidiéndole su satisfacción en la realidad. Por otro lado, no existe peligro mayor para la función heterosexual de un hombre que el que sea perturbada por su homosexualidad latente. Podríamos intentar explicar esto diciendo que cada individuo solamente dispone de una cierta cantidad de libido por la que ambos impulsos rivales han de luchar. Pero no está claro por qué los rivales no siempre dividen entre ellos la cantidad disponible de libido de acuerdo con su fuerza relativa, puesto que son capaces de hacerlo así en cierto número de casos. Nos vemos forzados a aceptar la conclusión de que la tendencia a un conflicto es algo especial, algo sobreañadido a la situación, independientemente de la cantidad de libido. Una tendencia, que emerge independientemente, a presentar conflictos de esta clase no puede realmente atribuirse a nada, sino a la intervención de un elemento de agresividad libre.
Si reconocemos el caso que estamos discutiendo como expresión del instinto agresivo o destructivo, se plantea la cuestión de si esta opinión no debería extenderse a otras clases de conflictos e incluso si todo lo que sabemos acerca de los conflictos psíquicos no debería ser revisado desde este nuevo ángulo. Después de todo suponemos que en el curso del desarrollo del hombre desde un estado primitivo a otro civilizado su agresividad sufre un grado considerable de internalización o de vuelta hacia adentro; si es así, sus conflictos internos serían en realidad el equivalente de las luchas externas que entonces han cesado. Ya me doy cuenta de que la teoría dualista, según la cual un instinto de muerte o de destrucción o de agresión reclama los mismos derechos que el Eros que se manifiesta en la libido, ha encontrado pocas simpatías y no ha sido realmente aceptada ni aun por los psicoanalistas. Por esto me sentí tan satisfecho cuando, no hace mucho, encontré esta teoría mía en los escritos de uno de los grandes pensadores de la antigua Grecia. Estoy dispuesto a abandonar el prestigio de la originalidad en favor de esta confirmación, especialmente porque no puedo estar seguro, en vista de la amplitud de mis lecturas en los primeros años, de si lo que creí una nueva creación no sería sino un efecto de la criptomnesia.
Empédocles de Acragas (Girgenti), nacido alrededor del año 495 a. J. C. es una de las figuras más grandes y más notables en la historia de la civilización griega. Las actividades de su polifacética personalidad siguieron las más variadas direcciones. Fue investigador y pensador, profeta y mago, político, filántropo y médico, con un buen conocimiento de las ciencias naturales. Se dijo de él que había librado a la ciudad de Selinunte de la malaria y sus contemporáneos le reverenciaban como a un dios. Su mente parece haber reunido los más abruptos contrastes. Era exacto y sobrio en sus investigaciones físicas y fisiológicas, aunque no escapó a las oscuridades del misticismo y construyó especulaciones cósmicas de agudeza imaginativa sorprendente. Capelle le compara con el Doctor Fausto «al que le fueron revelados muchos secretos». Nacido en una época en que el reino de la ciencia se hallaba dividido en tantas provincias, algunas de sus teorías han de parecernos inevitablemente primitivas. Explicó la variedad de las cosas por la mezcla de los cuatro elementos: tierra, aire, fuego y agua. Sostenía que toda la Naturaleza estaba animada y creyó en la transmigración de las almas. Pero también incluyó en su cuerpo teórico de conocimientos ideas tan modernas como la evolución gradual de las criaturas vivientes, la supervivencia de los mejor dotados y un reconocimiento de la parte desempeñada por la suerte (zuch) en aquella evolución.
Pero la teoría de Empédocles que merece especialmente nuestro interés es una que se aproxima tanto a la teoría psicoanalítica de los instintos que nos encontraríamos tentados de mantener que las dos son idénticas si no fuera por la diferencia de que la del filósofo griego es una fantasía cósmica, mientras que la nuestra se contenta con reclamar una validez biológica. Al mismo tiempo el hecho de que Empédocles adscriba al Universo la misma naturaleza animada que al organismo individual despoja a esta diferencia de gran parte de su importancia. El filósofo enseñaba que dos principios gobernaban los sucesos en la vida del Universo y en la vida de la mente, y que esos principios estaban continuamente en guerra entre ellos. Los llamó jilia (amor) y necoz (lucha). De esas dos fuerzas - que concebía en el fondo como «fuerzas naturales que operaban como instintos y de ningún modo inteligencias con un propósito consciente» la una tiende a aglomerar las partículas primarias de los cuatro elementos en una unidad simple, mientras que la otra, por el contrario, busca disolver todas estas fusiones y separar las partículas primitivas de los elementos. Empédocles pensaba que el proceso del Universo era una alternación continuada e incesante de períodos, en la cual la una o la otra de las dos fuerzas fundamentales obtenía la superioridad, de modo que unas veces el amor, otras la lucha, realizan por completo sus propósitos y dominan el Universo, después de lo cual la contraria, antes vencida, se impone y, a su vez, derrota a su contrincante.
Los dos principios fundamentales de Empédocles - jilia y neicoz - son en cuanto al hombre y a la función los mismos que nuestros dos instintos primigenios, el Eros y la tendencia a la destrucción, el primero de los cuales se dirige a combinar lo que existe en unidades cada vez mayores, mientras que el segundo aspira a disolver esas combinaciones y a destruir las estructuras a las que han dado lugar. No nos sorprenderá, sin embargo, encontrar que en su reemergencia después de dos milenios y medio esta teoría ha sido alterada en algunos de sus aspectos. Aparte de la restricción al campo biofísico que nos ha sido impuesta, ya no tenemos como sustancias básicas los cuatro elementos de Empédocles; lo que vive ha sido claramente diferenciado de lo inanimado y ya no pensamos en la mezcla y separación de partículas de sustancia, sino en la soldadura y en la disolución de componentes instintivos. Además, nosotros hemos proporcionado una especie de base biológica para el principio de la «lucha», remontando nuestro instinto de destrucción al instinto de muerte, al deseo de lo que vive a volver a un estado inanimado. Esto no es negar que un instinto análogo existiera ya antes ni, naturalmente, afirmar que un instinto de esta clase solamente apareció con la emergencia de la vida. Y nadie puede prever de qué guisa el núcleo de verdad contenido en la teoría de Empédocles se presentará a la comprensión de la posteridad.
Sigmund Freud
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