III. Una experiencia psicoanalítica que ahora se extiende a algunas décadas y un cambio realizado en la naturaleza y en el modo de mi actividad me animan a intentar contestar las cuestiones que se nos presentan. En la primera época traté una gran cantidad de pacientes, quienes, como era natural, querían ser curados con la máxima rapidez posible. En los últimos años me he dedicado, sobre todo, a análisis didácticos; un número relativamente pequeño de casos graves siguieron conmigo para un tratamiento continuado, interrumpido, sin embargo, por intervalos más o menos largos. En ellos la meta terapéutica ya no era la misma. No se trataba de acortar el tratamiento, el propósito era agotar radicalmente las posibilidades de enfermedad y poner de manifiesto una alteración profunda de su personalidad. De los tres factores que hemos reconocido como decisivos para el éxito del tratamiento psicoanalítico - la influencia de los traumas, la intensidad constitucional de los instintos y las alteraciones del yo-, el que nos concierne aquí es sólo el segundo, la fuerza de los instintos. Una reflexión momentánea provoca la duda de si el uso restrictivo del adjetivo «constitucional» (o «congénito») es esencial. Por muy verdad que sea que el factor constitucional es de importancia decisiva desde el comienzo, puede concebirse, sin embargo, que un refuerzo del instinto que aparezca tardíamente en la vida pueda producir los mismos efectos. Si fuera así, abríamos de modificar nuestra fórmula y decir la «intensidad de los instintos en el momento», en lugar de la «fuerza constitucional de los instintos». La primera de nuestras preguntas era: ¿es posible resolver por medio de la terapéutica psicoanalítica un conflicto entre un instinto y el yo, o el causado por una demanda instintiva patógena al yo, de un modo permanente y definitivo? Para evitar malentendidos tal vez no resulte innecesario explicar más exactamente que queremos decir al hablar de «resolver de un modo permanente una exigencia instintiva». Ciertamente, no el hacer desaparecer la demanda de modo que nada se vuelva a oír de ella nunca. Esto es, en general, imposible, y tampoco es en absoluto deseable.
Con ello queremos decir algo completamente distinto algo que puede ser descrito grosso modo como una «domesticación» del instinto. Es decir, el instinto es integrado en la armonía del yo, resulta accesible a todas las influencias de los otros impulsos sobre el yo y ya no intenta seguir su camino independiente hacia la satisfacción. Si se nos pregunta por qué métodos y medios se logra este resultado, no es fácil encontrar una respuesta. Solamente podemos decir: So muss denn doch die Hexe dran - la metapsicología de las brujas -. Sin una especulación y ciertas teorizaciones - casi diría «fantasías» - metafísicas, no daremos otro paso adelante. Por desgracia, aquí, como en otras partes, lo que nuestra bruja nos revela no es ni muy claro ni muy detallado. Sólo tenemos una única pista para empezar - aunque es una pista del mayor valor -: la antítesis entre los procesos primarios y secundarios, y en este punto he de limitarme a señalar esta antítesis. Si ahora volvemos a nuestra primera pregunta, encontramos que nuestro nuevo enfoque nos lleva inevitablemente a un conclusión peculiar. La pregunta era si es posible resolver un conflicto instintivo de un modo permanente y definitivo, es decir, «domeñar» una exigencia instintiva de este modo.
Formulada en estos términos la pregunta no hace mención de la intensidad del instinto pero es precisamente de esto de lo que depende el resultado. Partamos de la suposición de que lo que el análisis logra en los neuróticos no es más que lo que las personas normales llevan a cabo por sí mismas sin ayuda. Sin embargo, la experiencia diaria nos enseña que en una persona normal cualquier solución de un conflicto instintivo sólo resulta buena para una particular intensidad del instinto o, mejor dicho, sólo para una cierta relación entre la intensidad del instinto y la fuerza del yo. Si ésta disminuye, sea por enfermedad o fatiga o por alguna otra causa parecida, todos los instintos que han sido hasta entonces domeñados con éxito pueden renovar sus exigencias y tender a obtener satisfacciones sustitutivas por caminos anormales. La prueba irrefutable de esta afirmación se halla suministrada por nuestros ensueños nocturnos, reaccionan a la actitud asumida por el yo durante el sueño con un despertar de demandas instintivas. La otra porción del material (la fuerza de los instintos) es igualmente evidente. Dos veces en el curso del desarrollo individual ciertos instintos resultan considerablemente reforzados: en la pubertad, y en las mujeres, en la menopausia. No nos sorprende en absoluto que una persona que no ha sido antes neurótica se convierta en tal en esas épocas. Cuando sus instintos no eran tan fuertes, conseguía dominarlos; pero cuando están reforzados, no logra hacerlo. La represión actúa como los diques contra el empuje del agua. Los mismos efectos producidos por esos dos refuerzos fisiológicos del instinto pueden aparecer de un modo irregular por causas accidentales en cualquier otro período de la vida. Estos refuerzos pueden presentarse por traumas recientes, frustraciones forzadas o por la influencia colateral de unos instintos sobre otros. El resultado es siempre el mismo y subraya el poder irresistible del factor cuantitativo en el origen de la enfermedad.
Pienso que debería avergonzarme de una exposición tan prolija, teniendo en cuenta que todo lo que he dicho es desde hace tiempo conocido y evidente por sí mismo. Realmente, siempre nos hemos comportado como si supiéramos todo esto; pero, en general, nuestros conceptos teóricos han descuidado el conceder la misma importancia al enfoque económico que a las concepciones dinámicas y topográficas. Por tanto, mi excusa es que estoy llamando la atención sobre este descuido. Antes de decidirnos por una respuesta a esta pregunta hemos de considerar una objeción cuya fuerza reside en el hecho de que probablemente nos hallamos predispuestos en su favor. Nuestros argumentos, se dirá, están todos deducidos de los procesos que se realizan espontáneamente entre el yo y los instintos y presuponen que la terapéutica psicoanalítica nada puede lograr que, en condiciones favorables y normales, no ocurra por sí mismo. Pero ¿es esto realmente así? ¿No proclama precisamente nuestra teoría que el análisis produce un estado que nunca tiene lugar en el yo espontáneamente y que este estado creado de nuevo constituye la diferencia esencial entre una persona que ha sido psicoanalizada y otra que no lo ha sido?
Pensemos en sobre qué se basa esta afirmación. Todas las represiones tienen lugar en la primera infancia; son medidas defensivas primitivas tomadas por el yo inmaduro y débil. En años posteriores no aparecen nuevas represiones, pero persisten las antiguas y el yo continúa utilizándolas para domeñar los instintos. Los nuevos conflictos son solucionados por lo que llamamos «represión posterior». Podemos aplicar a estas represiones infantiles nuestra afirmación general de que la represión depende absoluta y enteramente de la intensidad relativa de las fuerzas que participan y que no puede mantenerse cuando aumenta la intensidad de los instintos. Sin embargo, el psicoanálisis permite al yo que ha alcanzado mayor madurez y fuerza emprender una revisión de esas antiguas represiones; unas pocas son destruidas, mientras otras son reconocidas, pero reconstruidas con un material más sólido. Estos nuevos diques son de un grado de firmeza muy distinto al de las primeras, podemos confiar en que no cederán tan fácilmente ante un aumento de la fuerza de los instintos. Así, el verdadero resultado de la terapéutica psicoanalítica sería la corrección subsiguiente del primitivo proceso de represión, una corrección que pone fin al predominio del factor cuantitativo.
Hasta aquí, pues, nuestra teoría, a la que no podemos renunciar a no ser bajo una compulsión irresistible. ¿Y qué tiene que decir sobre esto nuestra experiencia? Tal vez no sea todavía lo bastante amplia para que podamos llegar a una conclusión definitiva. Confirma nuestras expectaciones con bastante frecuencia pero no siempre. Tenemos la impresión de que no deberíamos sorprendernos si al final encontramos que la diferencia entre la conducta de una persona que no ha sido psicoanalizada y la de otra después de haberlo sido no es tan completa como intentamos realizarla ni como lo esperamos y como afirmamos que ha de ser. Si esto es así, significaría que el análisis logra a veces eliminar la influencia de un aumento del instinto, pero no invariablemente, o que el efecto del psicoanálisis se halla limitado a aumentar el poder de resistencia de las inhibiciones de modo que equilibren exigencias mucho mayores que antes del análisis o si éste no hubiera tenido lugar. Realmente no puedo adoptar una decisión en este punto ni sé si en los momentos actuales es posible. Existe, sin embargo, otro ángulo desde el cual podemos enfocar el problema de la variabilidad de los efectos del psicoanálisis.
Sabemos que el primer paso para obtener el dominio intelectual de lo que nos rodea es descubrir las generalizaciones, reglas y leyes que ponen orden en el caos. Al hacer esto simplificamos el mundo de los fenómenos; pero no podemos evitar falsificarlo, especialmente si nos ocupamos en procesos de desarrollo y de cambio. Lo que nos interesa es discernir una alteración cualitativa, y corrientemente al hacerlo descuidamos, por lo menos en el comienzo, un factor cuantitativo. En el mundo real las transiciones y los estadios intermedios son mucho más comunes que los estados opuestos, claramente diferenciados. Al estudiar los desarrollos y los cambios dirigimos nuestra atención únicamente al resultado; pasamos fácilmente por alto el hecho de que tales procesos son corrientemente más o menos incompletos es decir, que - en realidad son sólo alteraciones parciales -. Un agudo escritor satírico de la vieja Austria, Johann Nestroy , dijo una vez: «Cada paso adelante es sólo la mitad de largo de lo que parece al principio». Es tentador atribuir una validez general a esta frase maliciosa. Casi siempre quedan fenómenos residuales, una secuela parcial. Cuando un generoso mecenas nos sorprende por algún rasgo aislado de mezquindad o cuando una persona que es siempre muy amable incurre súbitamente en una acción hostil, estos «fenómenos residuales» son de gran valor para la investigación genética.
Nos muestran que esas loables y preciosas cualidades se hallan basadas en la compensación y en la sobrecompensación, la cual no ha tenido el éxito absoluto y completo que habíamos esperado. Nuestra primera idea de la evolución de la libido era que una fase primitiva oral daba paso a otra fase sádico-anal y que ésta a su vez era seguida por una fase fálico-genital. La investigación posterior no ha contradicho estos puntos de vista, pero los ha corregido al añadir que esas sustituciones no tienen lugar repentinamente, sino de un modo gradual, de modo que siempre persisten fragmentos de la antigua organización al lado de la más reciente, y aun en la evolución normal la transformación nunca es completa, y en la configuración final pueden persistir todavía residuos de fijaciones libidinosas anteriores. Lo mismo se ve en campos completamente diferentes. De todas las creencias erróneas y supersticiosas de la Humanidad, que se supone que han sido superadas, no existe ninguna cuyos residuos no se hallen hoy entre nosotros, en los estratos más bajos de los pueblos civilizados o en las capas superiores de la sociedad culta. Lo que una vez ha llegado a estar vivo se aferra tenazmente a conservar la existencia. A veces nos sentimos inclinados a dudar de si los dragones de los tiempos prehistóricos están realmente extintos.
Aplicando estas observaciones a nuestro problema presente, pienso que la respuesta a la pregunta de cómo explicar los variables resultados de nuestra terapéutica psicoanalítica podría ser que cuando pretendemos sustituir las represiones, que son inseguras, por controles sintónicos con el yo no siempre conseguimos nuestras aspiraciones en su plenitud -es decir, no lo logramos por completo-. Hemos obtenido la transformación, pero con frecuencia sólo parcialmente: fragmentos de los viejos mecanismos quedan inalterados por el trabajo analítico. Es difícil probar que esto ocurre realmente así, porque no tenemos otro camino para juzgar lo que sucede que el resultado que estamos intentando explicar. Sin embargo, las impresiones que se obtienen durante el trabajo analítico no contradicen esta suposición; más bien parecen confirmarla. Pero no debemos tomar la claridad de nuestra comprensión como una medida de la convicción que producimos en el paciente. Podríamos decir que a su convicción puede faltarle «profundidad»; esto es, que siempre depende del factor cuantitativo, que tan fácilmente se pasa por alto. Si ésta es la contestación correcta a nuestra pregunta podemos decir que el psicoanálisis, al pretender curar las neurosis por la obtención del control sobre el instinto, tiene siempre razón en la teoría, pero no siempre en la práctica. Y esto porque no en todos los casos logra asegurar en un grado suficiente las bases sobre las que se asienta el control de un instinto. La causa de este fracaso parcial se descubre fácilmente.
En el pasado, el factor cuantitativo de la fuerza instintiva se oponía a los esfuerzos defensivos del yo; por esta razón hemos llamado en nuestra ayuda al psicoanálisis, y ahora aquel mismo factor pone un límite a la eficacia de este nuevo esfuerzo. Si la fuerza del instinto es excesiva, el yo maduro, ayudado por el análisis, fracasa en su tarea de igual modo que el yo inerme fracasó anteriormente. Su control sobre el instinto ha mejorado, pero sigue siendo imperfecto, porque la transformación del mecanismo defensivo es sólo incompleta. No hay en esto nada sorprendente en cuanto el poder de los instrumentos con los que opera el psicoanálisis no es ilimitado, sino que se halla restringido, y la irrupción final depende siempre de la fuerza relativa de los agentes psíquicos que luchan entre sí. No hay duda que es deseable el acortamiento de la duración del tratamiento psicoanalítico, pero sólo podemos lograr nuestro propósito terapéutico aumentando el poder del análisis para que llegue a auxiliar al yo. La hipnosis pareció ser un excelente instrumento a estos efectos, pero son bien conocidas las razones que nos llevaron a abandonarla. Y no se ha hallado todavía un sustituto para ella. Desde este punto de vista podemos comprender cómo un maestro del psicoanálisis como Ferenczi dedicó los últimos años de su vida a experiencias terapéuticas que, por desgracia, resultaron vanas.
Con ello queremos decir algo completamente distinto algo que puede ser descrito grosso modo como una «domesticación» del instinto. Es decir, el instinto es integrado en la armonía del yo, resulta accesible a todas las influencias de los otros impulsos sobre el yo y ya no intenta seguir su camino independiente hacia la satisfacción. Si se nos pregunta por qué métodos y medios se logra este resultado, no es fácil encontrar una respuesta. Solamente podemos decir: So muss denn doch die Hexe dran - la metapsicología de las brujas -. Sin una especulación y ciertas teorizaciones - casi diría «fantasías» - metafísicas, no daremos otro paso adelante. Por desgracia, aquí, como en otras partes, lo que nuestra bruja nos revela no es ni muy claro ni muy detallado. Sólo tenemos una única pista para empezar - aunque es una pista del mayor valor -: la antítesis entre los procesos primarios y secundarios, y en este punto he de limitarme a señalar esta antítesis. Si ahora volvemos a nuestra primera pregunta, encontramos que nuestro nuevo enfoque nos lleva inevitablemente a un conclusión peculiar. La pregunta era si es posible resolver un conflicto instintivo de un modo permanente y definitivo, es decir, «domeñar» una exigencia instintiva de este modo.
Formulada en estos términos la pregunta no hace mención de la intensidad del instinto pero es precisamente de esto de lo que depende el resultado. Partamos de la suposición de que lo que el análisis logra en los neuróticos no es más que lo que las personas normales llevan a cabo por sí mismas sin ayuda. Sin embargo, la experiencia diaria nos enseña que en una persona normal cualquier solución de un conflicto instintivo sólo resulta buena para una particular intensidad del instinto o, mejor dicho, sólo para una cierta relación entre la intensidad del instinto y la fuerza del yo. Si ésta disminuye, sea por enfermedad o fatiga o por alguna otra causa parecida, todos los instintos que han sido hasta entonces domeñados con éxito pueden renovar sus exigencias y tender a obtener satisfacciones sustitutivas por caminos anormales. La prueba irrefutable de esta afirmación se halla suministrada por nuestros ensueños nocturnos, reaccionan a la actitud asumida por el yo durante el sueño con un despertar de demandas instintivas. La otra porción del material (la fuerza de los instintos) es igualmente evidente. Dos veces en el curso del desarrollo individual ciertos instintos resultan considerablemente reforzados: en la pubertad, y en las mujeres, en la menopausia. No nos sorprende en absoluto que una persona que no ha sido antes neurótica se convierta en tal en esas épocas. Cuando sus instintos no eran tan fuertes, conseguía dominarlos; pero cuando están reforzados, no logra hacerlo. La represión actúa como los diques contra el empuje del agua. Los mismos efectos producidos por esos dos refuerzos fisiológicos del instinto pueden aparecer de un modo irregular por causas accidentales en cualquier otro período de la vida. Estos refuerzos pueden presentarse por traumas recientes, frustraciones forzadas o por la influencia colateral de unos instintos sobre otros. El resultado es siempre el mismo y subraya el poder irresistible del factor cuantitativo en el origen de la enfermedad.
Pienso que debería avergonzarme de una exposición tan prolija, teniendo en cuenta que todo lo que he dicho es desde hace tiempo conocido y evidente por sí mismo. Realmente, siempre nos hemos comportado como si supiéramos todo esto; pero, en general, nuestros conceptos teóricos han descuidado el conceder la misma importancia al enfoque económico que a las concepciones dinámicas y topográficas. Por tanto, mi excusa es que estoy llamando la atención sobre este descuido. Antes de decidirnos por una respuesta a esta pregunta hemos de considerar una objeción cuya fuerza reside en el hecho de que probablemente nos hallamos predispuestos en su favor. Nuestros argumentos, se dirá, están todos deducidos de los procesos que se realizan espontáneamente entre el yo y los instintos y presuponen que la terapéutica psicoanalítica nada puede lograr que, en condiciones favorables y normales, no ocurra por sí mismo. Pero ¿es esto realmente así? ¿No proclama precisamente nuestra teoría que el análisis produce un estado que nunca tiene lugar en el yo espontáneamente y que este estado creado de nuevo constituye la diferencia esencial entre una persona que ha sido psicoanalizada y otra que no lo ha sido?
Pensemos en sobre qué se basa esta afirmación. Todas las represiones tienen lugar en la primera infancia; son medidas defensivas primitivas tomadas por el yo inmaduro y débil. En años posteriores no aparecen nuevas represiones, pero persisten las antiguas y el yo continúa utilizándolas para domeñar los instintos. Los nuevos conflictos son solucionados por lo que llamamos «represión posterior». Podemos aplicar a estas represiones infantiles nuestra afirmación general de que la represión depende absoluta y enteramente de la intensidad relativa de las fuerzas que participan y que no puede mantenerse cuando aumenta la intensidad de los instintos. Sin embargo, el psicoanálisis permite al yo que ha alcanzado mayor madurez y fuerza emprender una revisión de esas antiguas represiones; unas pocas son destruidas, mientras otras son reconocidas, pero reconstruidas con un material más sólido. Estos nuevos diques son de un grado de firmeza muy distinto al de las primeras, podemos confiar en que no cederán tan fácilmente ante un aumento de la fuerza de los instintos. Así, el verdadero resultado de la terapéutica psicoanalítica sería la corrección subsiguiente del primitivo proceso de represión, una corrección que pone fin al predominio del factor cuantitativo.
Hasta aquí, pues, nuestra teoría, a la que no podemos renunciar a no ser bajo una compulsión irresistible. ¿Y qué tiene que decir sobre esto nuestra experiencia? Tal vez no sea todavía lo bastante amplia para que podamos llegar a una conclusión definitiva. Confirma nuestras expectaciones con bastante frecuencia pero no siempre. Tenemos la impresión de que no deberíamos sorprendernos si al final encontramos que la diferencia entre la conducta de una persona que no ha sido psicoanalizada y la de otra después de haberlo sido no es tan completa como intentamos realizarla ni como lo esperamos y como afirmamos que ha de ser. Si esto es así, significaría que el análisis logra a veces eliminar la influencia de un aumento del instinto, pero no invariablemente, o que el efecto del psicoanálisis se halla limitado a aumentar el poder de resistencia de las inhibiciones de modo que equilibren exigencias mucho mayores que antes del análisis o si éste no hubiera tenido lugar. Realmente no puedo adoptar una decisión en este punto ni sé si en los momentos actuales es posible. Existe, sin embargo, otro ángulo desde el cual podemos enfocar el problema de la variabilidad de los efectos del psicoanálisis.
Sabemos que el primer paso para obtener el dominio intelectual de lo que nos rodea es descubrir las generalizaciones, reglas y leyes que ponen orden en el caos. Al hacer esto simplificamos el mundo de los fenómenos; pero no podemos evitar falsificarlo, especialmente si nos ocupamos en procesos de desarrollo y de cambio. Lo que nos interesa es discernir una alteración cualitativa, y corrientemente al hacerlo descuidamos, por lo menos en el comienzo, un factor cuantitativo. En el mundo real las transiciones y los estadios intermedios son mucho más comunes que los estados opuestos, claramente diferenciados. Al estudiar los desarrollos y los cambios dirigimos nuestra atención únicamente al resultado; pasamos fácilmente por alto el hecho de que tales procesos son corrientemente más o menos incompletos es decir, que - en realidad son sólo alteraciones parciales -. Un agudo escritor satírico de la vieja Austria, Johann Nestroy , dijo una vez: «Cada paso adelante es sólo la mitad de largo de lo que parece al principio». Es tentador atribuir una validez general a esta frase maliciosa. Casi siempre quedan fenómenos residuales, una secuela parcial. Cuando un generoso mecenas nos sorprende por algún rasgo aislado de mezquindad o cuando una persona que es siempre muy amable incurre súbitamente en una acción hostil, estos «fenómenos residuales» son de gran valor para la investigación genética.
Nos muestran que esas loables y preciosas cualidades se hallan basadas en la compensación y en la sobrecompensación, la cual no ha tenido el éxito absoluto y completo que habíamos esperado. Nuestra primera idea de la evolución de la libido era que una fase primitiva oral daba paso a otra fase sádico-anal y que ésta a su vez era seguida por una fase fálico-genital. La investigación posterior no ha contradicho estos puntos de vista, pero los ha corregido al añadir que esas sustituciones no tienen lugar repentinamente, sino de un modo gradual, de modo que siempre persisten fragmentos de la antigua organización al lado de la más reciente, y aun en la evolución normal la transformación nunca es completa, y en la configuración final pueden persistir todavía residuos de fijaciones libidinosas anteriores. Lo mismo se ve en campos completamente diferentes. De todas las creencias erróneas y supersticiosas de la Humanidad, que se supone que han sido superadas, no existe ninguna cuyos residuos no se hallen hoy entre nosotros, en los estratos más bajos de los pueblos civilizados o en las capas superiores de la sociedad culta. Lo que una vez ha llegado a estar vivo se aferra tenazmente a conservar la existencia. A veces nos sentimos inclinados a dudar de si los dragones de los tiempos prehistóricos están realmente extintos.
Aplicando estas observaciones a nuestro problema presente, pienso que la respuesta a la pregunta de cómo explicar los variables resultados de nuestra terapéutica psicoanalítica podría ser que cuando pretendemos sustituir las represiones, que son inseguras, por controles sintónicos con el yo no siempre conseguimos nuestras aspiraciones en su plenitud -es decir, no lo logramos por completo-. Hemos obtenido la transformación, pero con frecuencia sólo parcialmente: fragmentos de los viejos mecanismos quedan inalterados por el trabajo analítico. Es difícil probar que esto ocurre realmente así, porque no tenemos otro camino para juzgar lo que sucede que el resultado que estamos intentando explicar. Sin embargo, las impresiones que se obtienen durante el trabajo analítico no contradicen esta suposición; más bien parecen confirmarla. Pero no debemos tomar la claridad de nuestra comprensión como una medida de la convicción que producimos en el paciente. Podríamos decir que a su convicción puede faltarle «profundidad»; esto es, que siempre depende del factor cuantitativo, que tan fácilmente se pasa por alto. Si ésta es la contestación correcta a nuestra pregunta podemos decir que el psicoanálisis, al pretender curar las neurosis por la obtención del control sobre el instinto, tiene siempre razón en la teoría, pero no siempre en la práctica. Y esto porque no en todos los casos logra asegurar en un grado suficiente las bases sobre las que se asienta el control de un instinto. La causa de este fracaso parcial se descubre fácilmente.
En el pasado, el factor cuantitativo de la fuerza instintiva se oponía a los esfuerzos defensivos del yo; por esta razón hemos llamado en nuestra ayuda al psicoanálisis, y ahora aquel mismo factor pone un límite a la eficacia de este nuevo esfuerzo. Si la fuerza del instinto es excesiva, el yo maduro, ayudado por el análisis, fracasa en su tarea de igual modo que el yo inerme fracasó anteriormente. Su control sobre el instinto ha mejorado, pero sigue siendo imperfecto, porque la transformación del mecanismo defensivo es sólo incompleta. No hay en esto nada sorprendente en cuanto el poder de los instrumentos con los que opera el psicoanálisis no es ilimitado, sino que se halla restringido, y la irrupción final depende siempre de la fuerza relativa de los agentes psíquicos que luchan entre sí. No hay duda que es deseable el acortamiento de la duración del tratamiento psicoanalítico, pero sólo podemos lograr nuestro propósito terapéutico aumentando el poder del análisis para que llegue a auxiliar al yo. La hipnosis pareció ser un excelente instrumento a estos efectos, pero son bien conocidas las razones que nos llevaron a abandonarla. Y no se ha hallado todavía un sustituto para ella. Desde este punto de vista podemos comprender cómo un maestro del psicoanálisis como Ferenczi dedicó los últimos años de su vida a experiencias terapéuticas que, por desgracia, resultaron vanas.
Dr. Sigmund Freud.
Continúa.
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