VII. En 1927 Ferenczi leyó un instructivo artículo sobre el problema de la terminación de los análisis. Finaliza con una afirmación consoladora de que «el análisis no es un proceso sin fin, sino que puede ser llevado a una natural terminación con suficiente habilidad y paciencia por parte del analista». Sin embargo, el trabajo en conjunto me parece contener una advertencia de no aspirar al acortamiento del psicoanálisis, sino a su profundización. Ferenczi señala que el éxito depende muy ampliamente de que el analista haya aprendido lo bastante de sus propios «errores y equivocaciones» y haya corregido los «puntos débiles de su personalidad». Esto proporciona un importante complemento a nuestro tema. Entre los factores que influencian los progresos del tratamiento psicoanalítico y añaden dificultades del mismo modo que las resistencias, deben tenerse en cuenta no sólo la naturaleza del yo del paciente, sino la individualidad del psicoanalista. No puede negarse que los psicoanalistas no han llegado invariablemente en su propia personalidad al nivel de normalidad psíquica hasta el cual desean educar a sus pacientes. Con frecuencia los enemigos del psicoanálisis señalan este hecho con burla y lo utilizan como un argumento para demostrar la inutilidad de las técnicas psicoanalíticas. Podríamos rechazar esta crítica diciendo que presenta exigencias injustificables. Los psicoanalistas son personas que han aprendido a practicar un arte peculiar; además de esto, ha de permitírseles que sean seres humanos como los demás.
Al fin y al cabo nadie mantiene que un médico es incapaz de tratar las enfermedades internas si no están sanos sus propios órganos interiores; por el contrario, puede argumentarse que existen ciertas ventajas en que un hombre que se halla amenazado por la tuberculosis se especialice en el tratamiento de personas que sufren esta enfermedad. Pero los casos no son idénticos. En tanto es capaz de trabajar, un médico que sufra de los pulmones o del corazón no se halla impedido para diagnosticar y tratar enfermedades internas, mientras que las condiciones especiales del trabajo psicoanalítico hace que los propios defectos del analista interfieran en el correcto establecimiento por él del estado de cosas en su paciente y le impidan reaccionar de un modo eficaz. Por tanto, es razonable esperar de un psicoanalista -como parte de sus calificaciones - un grado considerable de normalidad y de salud mentales. Además, ha de poseer alguna clase de superioridad, de modo que en ciertas situaciones analíticas pueda actuar como modelo para su paciente y en otras como maestro. Y, finalmente, no debemos olvidar que la relación psicoanalítica está basada en un amor a la verdad - esto es, en el reconocimiento de la realidad - y que esto excluye cualquier clase de impostura o engaño.
Hagamos aquí una pausa por un momento para asegurar al psicoanalista que tiene nuestra sincera simpatía por las exigentes demandas que ha de satisfacer al realizar sus actividades. Parece casi como si la de psicoanalista fuera la tercera de esas profesiones «imposibles» en las cuales se está de antemano seguro de que los resultados serán insatisfactorios. Las otras dos, conocidas desde hace mucho más tiempo, son la de la educación y del gobierno. Evidentemente no podemos pedir que el que quiera ser psicoanalista sea un ser perfecto antes de emprender el análisis; en otras palabras, que sólo tengan acceso a la profesión personas de elevada y rara perfección. Pero ¿dónde y cómo adquirirá el pobre diablo las calificaciones ideales que ha de necesitar en su profesión? La respuesta es: en un psicoanálisis didáctico, con el que empieza su preparación para sus futuras actividades. Por razones prácticas este análisis sólo puede ser breve e incompleto. Su objetivo principal es capacitar a su profesor para juzgar si el candidato puede ser aceptado para un enfrentamiento posterior. Habrá cumplido sus propósitos si proporciona al principiante una firme convicción de la existencia del inconsciente, si le capacita, cuando emerge material reprimido, para percibir en él mismo cosas que de otro modo le resultarían increíbles y si le muestra una primera visión de la técnica que ha demostrado ser la única eficaz en el trabajo analítico. Sólo esto no bastará para su instrucción; pero contamos con que los estímulos que ha recibido en su propio análisis no cesarán cuando termine y que los procesos de remodelamiento continuarán espontáneamente en el sujeto analizado, que hará uso de todas las experiencias subsiguientes en este sentido recién adquirido. En realidad sucede esto, y en tanto sucede califica al sujeto analizado para ser, a su vez, psicoanalista.
Por desgracia también ocurre otra cosa. Si intentamos describirla, sólo podemos hacerlo partiendo de impresiones. La hostilidad, por un lado, y la parcialidad, por el otro, crean una atmósfera desfavorable para la investigación objetiva. Parece que cierto número de psicoanalistas aprenden a utilizar mecanismos defensivos que les permiten desviar de sí mismos las implicaciones y exigencias del análisis (probablemente dirigiéndolas hacia otras personas), de modo que ellos siguen siendo como son y pueden sustraerse a la influencia crítica y correctiva del psicoanálisis. Esto puede justificar las palabras del autor, que nos advierte de que cuando un hombre está investido de poder le resulta difícil no abusar de él. A veces, si intentamos comprender esto, somos llevados a establecer una desagradable analogía con el efecto de los rayos X en personas que los manejan sin tomar precauciones. No sería sorprendente que el efecto de una preocupación constante con todo el material reprimido que lucha por su libertad en la mente humana comenzara a rebullir en el psicoanalista lo mismo que las exigencias instintivas, que de otro modo es capaz de mantener reprimidas. Estos son también «peligros del psicoanálisis», aunque amenazan no al elemento pasivo, sino al activo en la situación analítica; y no deberíamos descuidar el enfrentarnos con ellos. No hay duda acerca de cómo debemos hacerlo. Todo analista debería periódicamente - a intervalos de unos cinco años someterse a un nuevo análisis sin sentirse avergonzado de dar este paso. Esto significaría entonces que no sólo el análisis terapéutico de los pacientes, sino su propio psicoanálisis, se transformarían desde una tarea terminable en una tarea interminable.
Aquí, sin embargo, hemos de prevenir contra un malentendido. No quiero decir que el análisis sea algo que nunca termina. Cualquiera que sea la posición de un análisis es una cuestión de práctica. Todo psicoanalista experimentado recordará un cierto número de casos en los que se ha dado a su paciente una despedida definitiva rebus bene gestis. En los casos que se conocen como análisis de carácter existe una discrepancia mucho menor entre la teoría y la práctica. Aquí no es fácil prever una terminación natural, aun cuando se eviten exageradas expectaciones y no se plantee al psicoanálisis una tarea excesiva. Nuestra aspiración no será borrar toda peculiaridad del carácter individual en favor de una «normalidad» esquemática ni exigir que la persona que ha sido «psicoanalizada por completo» no sienta pasiones ni presente conflictos internos. El papel del psicoanálisis es lograr las condiciones psicológicas mejores posibles para las funciones del yo; con esto ha cumplido su tarea.
Al fin y al cabo nadie mantiene que un médico es incapaz de tratar las enfermedades internas si no están sanos sus propios órganos interiores; por el contrario, puede argumentarse que existen ciertas ventajas en que un hombre que se halla amenazado por la tuberculosis se especialice en el tratamiento de personas que sufren esta enfermedad. Pero los casos no son idénticos. En tanto es capaz de trabajar, un médico que sufra de los pulmones o del corazón no se halla impedido para diagnosticar y tratar enfermedades internas, mientras que las condiciones especiales del trabajo psicoanalítico hace que los propios defectos del analista interfieran en el correcto establecimiento por él del estado de cosas en su paciente y le impidan reaccionar de un modo eficaz. Por tanto, es razonable esperar de un psicoanalista -como parte de sus calificaciones - un grado considerable de normalidad y de salud mentales. Además, ha de poseer alguna clase de superioridad, de modo que en ciertas situaciones analíticas pueda actuar como modelo para su paciente y en otras como maestro. Y, finalmente, no debemos olvidar que la relación psicoanalítica está basada en un amor a la verdad - esto es, en el reconocimiento de la realidad - y que esto excluye cualquier clase de impostura o engaño.
Hagamos aquí una pausa por un momento para asegurar al psicoanalista que tiene nuestra sincera simpatía por las exigentes demandas que ha de satisfacer al realizar sus actividades. Parece casi como si la de psicoanalista fuera la tercera de esas profesiones «imposibles» en las cuales se está de antemano seguro de que los resultados serán insatisfactorios. Las otras dos, conocidas desde hace mucho más tiempo, son la de la educación y del gobierno. Evidentemente no podemos pedir que el que quiera ser psicoanalista sea un ser perfecto antes de emprender el análisis; en otras palabras, que sólo tengan acceso a la profesión personas de elevada y rara perfección. Pero ¿dónde y cómo adquirirá el pobre diablo las calificaciones ideales que ha de necesitar en su profesión? La respuesta es: en un psicoanálisis didáctico, con el que empieza su preparación para sus futuras actividades. Por razones prácticas este análisis sólo puede ser breve e incompleto. Su objetivo principal es capacitar a su profesor para juzgar si el candidato puede ser aceptado para un enfrentamiento posterior. Habrá cumplido sus propósitos si proporciona al principiante una firme convicción de la existencia del inconsciente, si le capacita, cuando emerge material reprimido, para percibir en él mismo cosas que de otro modo le resultarían increíbles y si le muestra una primera visión de la técnica que ha demostrado ser la única eficaz en el trabajo analítico. Sólo esto no bastará para su instrucción; pero contamos con que los estímulos que ha recibido en su propio análisis no cesarán cuando termine y que los procesos de remodelamiento continuarán espontáneamente en el sujeto analizado, que hará uso de todas las experiencias subsiguientes en este sentido recién adquirido. En realidad sucede esto, y en tanto sucede califica al sujeto analizado para ser, a su vez, psicoanalista.
Por desgracia también ocurre otra cosa. Si intentamos describirla, sólo podemos hacerlo partiendo de impresiones. La hostilidad, por un lado, y la parcialidad, por el otro, crean una atmósfera desfavorable para la investigación objetiva. Parece que cierto número de psicoanalistas aprenden a utilizar mecanismos defensivos que les permiten desviar de sí mismos las implicaciones y exigencias del análisis (probablemente dirigiéndolas hacia otras personas), de modo que ellos siguen siendo como son y pueden sustraerse a la influencia crítica y correctiva del psicoanálisis. Esto puede justificar las palabras del autor, que nos advierte de que cuando un hombre está investido de poder le resulta difícil no abusar de él. A veces, si intentamos comprender esto, somos llevados a establecer una desagradable analogía con el efecto de los rayos X en personas que los manejan sin tomar precauciones. No sería sorprendente que el efecto de una preocupación constante con todo el material reprimido que lucha por su libertad en la mente humana comenzara a rebullir en el psicoanalista lo mismo que las exigencias instintivas, que de otro modo es capaz de mantener reprimidas. Estos son también «peligros del psicoanálisis», aunque amenazan no al elemento pasivo, sino al activo en la situación analítica; y no deberíamos descuidar el enfrentarnos con ellos. No hay duda acerca de cómo debemos hacerlo. Todo analista debería periódicamente - a intervalos de unos cinco años someterse a un nuevo análisis sin sentirse avergonzado de dar este paso. Esto significaría entonces que no sólo el análisis terapéutico de los pacientes, sino su propio psicoanálisis, se transformarían desde una tarea terminable en una tarea interminable.
Aquí, sin embargo, hemos de prevenir contra un malentendido. No quiero decir que el análisis sea algo que nunca termina. Cualquiera que sea la posición de un análisis es una cuestión de práctica. Todo psicoanalista experimentado recordará un cierto número de casos en los que se ha dado a su paciente una despedida definitiva rebus bene gestis. En los casos que se conocen como análisis de carácter existe una discrepancia mucho menor entre la teoría y la práctica. Aquí no es fácil prever una terminación natural, aun cuando se eviten exageradas expectaciones y no se plantee al psicoanálisis una tarea excesiva. Nuestra aspiración no será borrar toda peculiaridad del carácter individual en favor de una «normalidad» esquemática ni exigir que la persona que ha sido «psicoanalizada por completo» no sienta pasiones ni presente conflictos internos. El papel del psicoanálisis es lograr las condiciones psicológicas mejores posibles para las funciones del yo; con esto ha cumplido su tarea.
Sigmund Freud
Continúa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario