miércoles, 25 de agosto de 2010

ANÁLISIS TERMINABLE E INTERMINABLE -V-


V. Habíamos partido de la cuestión de cómo podemos acortar la incómoda duración del tratamiento psicoanalítico, y conservando en la mente esta cuestión del tiempo hemos llegado a considerar si es posible lograr una curación permanente e incluso prevenir enfermedades futuras por un tratamiento profiláctico. Al hacer esto encontramos que los factores decisivos para el éxito de nuestros esfuerzos terapéuticos eran el influjo de una etiología traumática, la fuerza relativa de los instintos que han de ser controlados y una cosa que hemos llamado una alteración del yo. Sólo el segundo de estos factores ha sido discutido con algún detalle, y en relación con él hemos tenido ocasión de reconocer la enorme importancia del factor cuantitativo y de poner de relieve la pretensión del enfoque metapsicológico de ser tenido en cuenta en cualquier intento de explicación. Respecto al tercer factor, la alteración del yo, no hemos dicho todavía nada. Si dirigimos a él nuestra atención, la primera impresión que recibimos es que hay mucho que preguntar y mucho que contestar y que lo que digamos acerca de ello resultaría muy incierto. Esta primera impresión se ve confirmada cuando penetramos más profundamente en el problema. Como es bien sabido, la situación analítica consiste en que nos aliamos con el yo de la persona sometida al tratamiento con el fin de dominar partes de su ello que se hallan incontroladas; es decir, de incluirlas en la síntesis de su yo. El hecho de que una cooperación de esta clase fracasa habitualmente en el caso de los psicóticos nos permite sentar sólidamente nuestros pies para establecer un juicio. Si hemos de poder hacer un pacto con el yo, éste ha de ser normal. Pero un yo normal de esta clase es, como la normalidad en general, una ficción ideal. El yo anormal, que no sirve para nuestros propósitos, no es, por desgracia, una ficción. Toda persona normal es de hecho solamente normal en cuanto pertenece a la media. Su yo se aproxima al del psicótico en uno u otro aspectos y en mayor o menor cantidad; y el grado de su alejamiento de un extremo de la serie y de su proximidad al otro nos proporcionará una medida provisional de lo que hemos llamado con tanta imprecisión «alteración del yo».

Si preguntamos cuál es la fuente de la gran diversidad de clases y grados de alteración del yo, no podemos escapar a la primera alternativa evidente de que esas alteraciones son o congénitas o adquiridas. De ellas la segunda clase será la más fácil de tratar. Si son adquiridas ciertamente, lo habrán sido en el curso del desarrollo, empezando ya en los primeros años de la vida. Porque el yo ha de intentar, desde el principio, realizar su tarea de mediar entre su ello y el mundo externo al servicio del principio del placer y proteger al ello de los peligros del mundo exterior. Si en el curso de esos esfuerzos el yo aprende también a adoptar una actitud defensiva hacia su propio ello y a tratar las demandas instintivas del último como peligros externos, esto ocurre, por lo menos en parte, porque comprende que la satisfacción del instinto llevaría a conflictos con el mundo externo. Por tanto, bajo la influencia de la educación, el yo se va acostumbrando a llevar el escenario de la lucha desde fuera adentro y a dominar el peligro interno antes que se convierta en peligro externo y probablemente la mayor parte de las veces tiene razón al hacerlo así. Durante esta lucha en dos frentes - más tarde habrá un tercer frente también - el yo utiliza varios procedimientos para realizar su tarea, que es, para decirlo en términos generales, evitar el peligro, la ansiedad y el displacer. A estos procedimientos los llamamos «mecanismos de defensa». Nuestro conocimiento acerca de ellos no es todavía completo. El libro de Anna Freud (1936) nos ha dado una primera visión de su multiplicidad y de su significado polivalente.

Fue a partir de uno de estos mecanismos, el de represión, como tuvo su principio el estudio de los procesos neuróticos. Nunca se dudó de que no era el único procedimiento que el yo podía emplear para sus propósitos. Pero la represión es algo muy peculiar y ahora se encuentra más claramente diferenciada de los otros mecanismos que éstos entre ellos. Me gustaría poner en claro esta relación con los restantes mecanismos mediante una analogía, aunque sé que en estas cuestiones las analogías no pueden llevarnos muy lejos. Imaginemos lo que podría haberle ocurrido a un libro en una época en que los libros no eran impresos, sino que eran escritos individualmente. Supondremos que uno de estos libros contenía afirmaciones que en tiempos posteriores fueron consideradas como indeseables - por ejemplo, según Robert Eisler (1929), los escritos de Flavio Josefo habrían contenido pasajes acerca de Jesucristo que resultarían ofensivos para la cristiandad posterior -. Actualmente el único mecanismo defensivo del que la censura oficial podría echar mano sería confiscar y destruir todos los ejemplares de la edición. En aquel tiempo se utilizaban métodos diferentes para hacer inocuo el libro. Uno era tachar concienzudamente los pasajes ofensivos para que resultaran ilegibles. Entonces no podían ser transcritos y el copista posterior producía un texto irreprochable, pero con lagunas en determinados pasajes y, por tanto, éstos podían resultar ininteligibles.

Otro camino, si las autoridades no se hallaban conformes con éste y querían que no se percibiera que el texto había sido mutilado, era proceder a la distorsión del mismo. Algunas palabras podían ser omitidas o reemplazadas por otras, y algunas nuevas frases, intercaladas. Mejor que nada, todo el pasaje sería borrado y se colocaría en su lugar otro que dijera exactamente lo contrario. El copista siguiente produciría un texto que no provocaría sospechas, pero que estaría falsificado. Ya no contendría lo que el autor quería decir; y es muy probable que las correcciones no se habrían hecho ateniéndose a la verdad. Si no seguimos la analogía demasiado rígidamente, podemos decir que la represión tiene la misma relación con los otros métodos de defensa que la omisión tiene con la distorsión del texto, y en las diferentes formas de esta falsificación podemos descubrir paralelos con la diversidad de modos en los que el yo se altera. Se puede intentar presentar la objeción de que la analogía está equivocada en un punto esencial, porque la distorsión de un texto es el trabajo de una censura tendenciosa de la que no encuentra nada similar en la evolución del yo. Pero esto no es así porque un propósito tendencioso de esta clase se halla representado ampliamente por la fuerza impulsora del principio del placer.

El aparato psíquico no tolera el displacer, ha de eliminarlo a toda costa, y si la percepción de la realidad lleva consigo displacer, aquella percepción - esto es la verdad - debe ser sacrificada. Donde existen peligros externos el individuo puede ayudarse por algún tiempo mediante la huida y la evitación de las situaciones de peligro hasta que más tarde sea bastante fuerte para desplazar la amenaza mediante la alteración activa de la realidad. Pero no podemos huir de nosotros mismos; la huida no es un remedio frente al peligro interno. Y por esta razón los mecanismos defensivos del yo están condenados a falsificar nuestra percepción interna y a darnos solamente una imagen imperfecta y desfigurada de nuestro ello. Por tanto, en su relación con el ello, el yo queda paralizado por sus restricciones o cegado por sus errores, y el resultado de esto en la esfera de los acontecimientos psíquicos sólo puede ser comparado al hecho de pasear por un territorio que no se conoce y sin tener un buen par de piernas.

Los mecanismos de defensa sirven al propósito de alejar los peligros. No puede negarse que en esto tienen éxito, y es dudoso si el yo podría pasarse sin ellos durante su desarrollo. Pero también es cierto que, a su vez, pueden convertirse en peligros. A veces resulta que el yo ha pagado un precio demasiado alto por los servicios que le prestan. El gasto dinámico necesario para mantenerlos y las restricciones del yo que presuponen casi invariablemente resultan una pesada carga en la economía psíquica. Además, esos mecanismos no se extinguen después de haber ayudado al yo durante los años difíciles de su desarrollo. Naturalmente, ningún individuo usa todos los posibles mecanismos de defensa. Cada persona sólo utiliza una selección de ellos. Pero éstos quedan fijados en su yo. Se convierten en modos regulares de reacción de su carácter, que se repiten a lo largo de su vida cuando se presenta una situación similar a la primitiva. Esto los convierte en infantilismos, que comparten el destino de tantas instituciones que intentan subsistir después que ha pasado la época en que eran útiles. Vernunft wird Unsinn, Wohltat Plage, se queja el poeta. El yo del adulto, con su fuerza incrementada, continúa defendiéndose contra peligros que ya no existen en la realidad; se siente impulsado a buscar en la realidad aquellas situaciones que pueden servir como un sustituto aproximado del peligro primitivo para poder justificar, en relación con ellas, el que mantengan sus modos habituales de reacción. Así podemos comprender fácilmente cómo los mecanismos defensivos, produciendo una alienación más amplia del mundo exterior y una debilitación permanente del yo, facilitan y pavimentan el camino para la irrupción de la neurosis.

Pero por el momento no nos interesa el papel patógeno de los mecanismos de defensa. Lo que intentamos descubrir es la influencia que las alteraciones del yo, que corresponden a ellos, tienen sobre nuestros esfuerzos terapéuticos. El material para una respuesta a esta pregunta aparece en el libro de Anna Freud al que ya nos hemos referido. El punto esencial es que el paciente repite esos modos de reacción durante el trabajo analítico, que los produce ante nuestros ojos. En realidad sólo por este camino podemos conocerlos. Esto no significa que hagan imposible el psicoanálisis. Por el contrario, constituyen la mitad de nuestra tarea analítica. La otra mitad, que era de la que se ocupaba el psicoanálisis en sus primeros tiempos, es el descubrimiento de lo que se halla oculto en el ello. Durante el tratamiento nuestro trabajo terapéutico se halla oscilando continuamente hacia adelante y hacia atrás, igual que un péndulo, entre un fragmento de análisis del ello y otro del análisis del yo. En el primer caso necesitamos hacer consciente algo del ello; en el otro queremos corregir algo del yo. Lo importante es que los mecanismos defensivos dirigidos contra el peligro primitivo reaparecen en el tratamiento como resistencias contra la curación. De aquí resulta que el yo considera la curación como un nuevo peligro.

El efecto terapéutico depende de que se haga consciente lo que se halla reprimido, en el sentido más amplio de la palabra, en el ello. Preparamos el camino para esta conscienciación por las interpretaciones y las construcciones, pero interpretamos sólo para nosotros y no para el paciente, en tanto el yo se aferra a sus antiguas defensas y no abandona sus resistencias. Ahora bien: esas resistencias, aunque pertenecen al yo, son inconscientes y en cierto modo se hallan aisladas dentro de él. El psicoanalista las reconoce con más facilidad que al material oculto en el ello. Se podría pensar que sería suficiente tratarlas como fragmentos del ello y, haciéndolas conscientes, ponerlas en relación con el resto del yo. De este modo supondríamos que habíamos realizado la mitad de la tarea del psicoanálisis; no deberíamos contar con encontrar una resistencia contra el descubrimiento de las resistencias. Pero es esto lo que sucede. Durante el trabajo sobre las resistencias el yo se retira - más o menos seriamente - del acuerdo sobre el que se basa la situación psicoanalítica. El yo cesa de apoyar nuestros esfuerzos para descubrir el ello; se opone a ellos, desobedece la regla fundamental del análisis y no permite que emerja nada derivado de lo reprimido. No podemos esperar que el paciente tenga una gran convicción sobre el poder curativo del análisis. Puede haber traído consigo un cierto grado de confianza en el analista, que será reforzado hasta que resulte eficaz por los factores de la transferencia positiva que se creará en él.

Bajo el influjo de los impulsos displacenteros que siente como resultado de la reactivación de sus conflictos defensivos, las transferencias negativas pueden ocupar el primer plano y anular por completo la situación psicoanalítica. Ahora el paciente mira al psicoanalista como a un extraño que tiene exigencias desagradables para él y se conduce entonces como un niño que no gusta del extraño y no cree nada de lo que le dice. Si el psicoanalista intenta explicar al paciente una de las distorsiones hechas por él con propósitos de defensa y corregirle, lo encuentra sin comprensión e inaccesible a los argumentos mejor fundamentados. Así vemos que existe una resistencia al descubrimiento de las resistencias, y los mecanismos defensivos merecen realmente el nombre que les hemos dado primitivamente aun antes de haberlos examinado en detalle. Son resistencias no sólo a la concienciación de los contenidos del ello, sino también al análisis como un todo y, por tanto, a la curación. El efecto producido en el yo por las defensas puede describirse acertadamente como una «alteración del yo», si por esto comprendemos una desviación de la ficción de un yo normal que garantizaría una inquebrantable lealtad al trabajo del análisis. Es fácil entonces aceptar el hecho, que la experiencia diaria muestra, de que el resultado de un tratamiento psicoanalítico depende esencialmente de la fuerza y de la profundidad de las raíces de esas resistencias, que dan lugar a una alteración del yo. De nuevo nos enfrentamos con la importancia del factor cuantitativo y otra vez hemos de pensar que el análisis sólo puede echar mano de cantidades de energía definidas y limitadas que han de medirse con las fuerzas hostiles. Y parece como si la victoria se hallara de hecho, como regla general, del lado de los grandes batallones.
Sigmund Freud
Continúa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario