No puedo abandonar el tema de los sueños típicos de la muerte de parientes queridos sin aclarar aún más, con algunas indicaciones, su importancia para la teoría de los sueños. Se da en ellos el caso, nada común, de que la idea onírica formada por el deseo reprimido escapa a toda censura y aparece inmodificada en el contenido manifiesto. Este hecho tiene que ser facilitado por circunstancias especiales. Hay, en efecto, dos factores que lo favorecen: en primer lugar, no existe deseo alguno del que nos creamos más lejanos. Opinamos que «ni siquiera en sueños podría ocurrírsenos» desear cosa semejante, y de este modo resulta que la censura no se halla preparada a tal monstruosidad, análogamente a como las leyes de Solón no sabían encontrar un castigo proporcionado al delito del parricidio. Pero, además, el deseo reprimido e insospechado recibe con gran frecuencia en estos casos el apoyo de un resto diurno relativo a las preocupaciones que durante la vigilia hemos abrigado con respecto a la vida de personas que nos son queridas. Esta preocupación no puede llegar a incluirse en un sueño sirviéndose del deseo de igual sentido, el cual puede, a su vez, disfrazarse bajo la apariencia de la preocupación que nos ha embargado durante el día.
Aquellos que opinan que el proceso es mucho más sencillo y que no hacemos sino continuar, durante la noche y en sueños, lo que nos ha preocupado durante el día, habrán de dejar los sueños de muerte de personas queridas fuera de toda relación con el esclarecimiento del fenómeno onírico y conservar sin resolver, superfluamente, un enigma fácil de desentrañar. Resulta también muy instructivo perseguir la relación de estos sueños con los de angustia. En los de la muerte de personas queridas ha hallado el deseo reprimido un camino por el que poder eludir la censura y la deformación por ella impuesta. Siempre que esto se verifica en un sueño experimentamos durante el mismo, como fenómeno concomitante, sensaciones dolorosas. Correlativamente, sólo se produce el sueño de angustia cuando la censura es vencida total o parcialmente y, por otro lado, la preexistencia de angustia como sensación actual emanada de fuentes somáticas facilita el vencimiento de la censura. De este modo vemos ya claramente la tendencia en favor de la cual labora la censura imponiendo la deformación, tendencia que no es sino la de impedir el desarrollo de angustia o de otra forma cualquiera de afecto penoso.
En páginas que anteceden traté del egoísmo del alma infantil, y quiero reanudar aquí el examen de este tema para demostrar que los sueños han conservado también este carácter. Todos, sin excepción, son egoístas y en todos aparece el amado yo, aunque oculto bajo el disfraz. Los deseos que en ellos quedan realizados son siempre deseos de dicho yo, y cuando el sueño nos parece obedecer a un interés por otra persona, ello no es sino una engañosa apariencia. Someteré aquí al análisis algunos sueños que parecen contradecir esta afirmación.
I. Un niño de menos de cuatro años relata el siguiente sueño: «Ha visto una gran fuente que contenía un gran pedazo de carne asada. De repente se lo comía alguien, de una sola vez y sin cortar. Pero él no veía quién era la persona que se lo había comido» . ¿Quién podrá ser el individuo con cuyo copioso almuerzo sueña el niño? Los sucesos del día del sueño nos proporcionarán, sin duda, el esclarecimiento deseado. El sujeto se halla hace algunos días, por prescripción facultativa, a dieta láctea. Pero la tarde anterior había sido malo y le fue impuesto el castigo de acostarse sin siquiera tomar la leche. Ya en otra ocasión había sido sometido a una análoga cura de ayuno, resistiéndola muy valientemente, sin intentar siquiera que le levantasen el castigo confesando su hambre. La educación comienza ya a actuar sobre él, revelándose en el principio de deformación que su sueño presenta. No cabe duda que la persona que en su sueño almuerza tan a satisfacción, y precisamente carne asada, es él mismo. Pero como sabe que le está prohibido, no se atreve a hacer lo que los niños hambrientos hacen en sueños (cf. el sueño de mi hija Ana); esto es, darse un espléndido banquete, y el invitado permanece anónimo.
II. Sueño ver en el escaparate de una librería un tomo nuevo de una colección cuyas publicaciones suelo adquirir siempre (monografías artísticas o históricas). Este tomo inicia una nueva serie titulada: «Oradores (o discursos) famosos» y ostenta en la portada el nombre del doctor Lecher. El análisis me demuestra desde el primer momento lo inverosímil de que pueda ocuparme, efectivamente, en sueños, la personalidad del doctor Lecher, famoso por la resistencia que demostró hablando hora tras hora en el Parlamento alemán, durante una campaña obstruccionista. La verdad es que hace algunos días se ha aumentado el número de pacientes que tengo sometidos al tratamiento psíquico y me veo obligado a hablar durante nueve o diez horas diarias. Soy yo, por tanto, el resistente orador.
III. En otra ocasión sueño que un profesor de nuestra Universidad, conocido mío, me dice: Mi hijo, el miope. A estas palabras se enlaza un diálogo compuesto de breves frases. Pero luego sigue un tercer fragmento onírico, en el que aparezco yo con mis hijos. En el contenido latente, el profesor M. y su hijo no son sino maniquíes que encubren mi propia persona y la de mi hijo mayor. Sobre este sueño habremos de volver más adelante, con motivo de otra de sus peculiaridades.
IV. El siguiente sueño nos da un ejemplo de sentimientos ruines y egoístas, ocultos bajo la apariencia de una tierna solicitud. «Mi amigo Otto tiene mala cara. Su tez ha tomado un tinte oscuro, y los ojos parecen querer salírsele de las órbitas.» Otto es nuestro médico de cabecera. No tengo la menor esperanza de saldar jamás mi deuda de gratitud para con él, pues vela hace ya muchos años por la salud de mis hijos, los ha asistido siempre con éxito y aprovecha además cualquier ocasión que se presenta para colmarlos de regalos. La tarde anterior al sueño que nos ocupa había venido a visitarnos, observando mi mujer que parecía hallarse fatigado y deprimido. Aquella misma noche le atribuye mi sueño dos de los síntomas característicos de la enfermedad de Basedow. Aquellos que se niegan a aceptar mis reglas de interpretación no verán en este sueño sino una continuación de los cuidados que el mal aspecto de mi amigo me había inspirado en la vigilia. Pero una tal interpretación contradiría los principios de que el sueño es una realización de deseos y accesible tan sólo a sentimientos egoístas. Además, habríamos de invitar a sus partidarios a explicarnos por qué la enfermedad que temo aqueje a mi amigo es precisamente el bocio exolftálmico, diagnóstico para el que no ofrece su aspecto real el más pequeño punto de apoyo.
En cambio, mi análisis me proporciona el material siguiente, derivado de un suceso acaecido seis años antes. Varios amigos, entre ellos el profesor R., atravesábamos en carruaje el bosque de N., distante algunas horas de nuestra residencia veraniega. Era ya noche cerrada, y el cochero, que había abusado de la bebida, nos hizo volcar en una pendiente, sin grave daño para nuestras personas, pero obligándonos a pernoctar en una vecina hostería, donde la noticia del accidente nos atrajo el interés de los demás viajeros. Un caballero, que mostraba algunos de los signos característicos del morbus Basedowi -tez oscura y ojos saltones, como Otto en mi sueño-, se puso por completo a nuestra disposición, preguntándonos en qué podía sernos útil. El profesor R., con su acostumbrada sequedad, le respondió: «Por mí, lo único que puede usted hacer es prestarme una camisa de dormir.» Pero la generosidad del amable auxiliador no debía de llegar a tanto, pues alegando que no le era posible acceder a la petición del profesor, se alejó de nuestro lado.
En la continuación del análisis se me ocurre (aunque sin grandes seguridades sobre la exactitud de tal conocimiento) que Basedow no es sólo el nombre de un médico, sino también el de un famoso pedagogo. Mi amigo Otto es la persona a quien he rogado que, en caso de sucederme alguna desgracia, vele por la educación física de mis hijos, especialmente durante la pubertad (de aquí la camisa de dormir). Atribuyéndole luego, en el sueño, los síntomas patológicos de nuestro generoso auxiliador, es como si quisiera decir: «Si me sucede algo, le tendrán tan sin cuidado mis hijos como nosotros en aquella ocasión al barón de L., no obstante sus amables ofrecimientos.» Pero el nódulo egoísta de este sueño tenía que quedar encubierto de alguna manera . Mas ¿dónde se halla aquí la realización de deseos? Desde luego no en la venganza contra mi amigo Otto, cuyo destino es, por lo visto, que yo le maltrate en mis sueños, sino en la siguiente relación: representando a Otto en mi sueño por la persona del barón de L., he identificado mi propia persona con la de otro; esto es, con la del profesor R., pues demando algo de Otto, como el profesor del barón, en aquella circunstancia. El profesor R. ha seguido, como yo, independientemente su camino, y sólo después de largos años ha alcanzado un título que merecía desde mucho antes. Así, pues, deseo nuevamente, en este sueño, el título de profesor. Incluso este «después de largos años» es una realización de deseos, pues indica que vivo lo suficiente para guiar a mis hijos a través de los escollos de la pubertad.
Aquellos que opinan que el proceso es mucho más sencillo y que no hacemos sino continuar, durante la noche y en sueños, lo que nos ha preocupado durante el día, habrán de dejar los sueños de muerte de personas queridas fuera de toda relación con el esclarecimiento del fenómeno onírico y conservar sin resolver, superfluamente, un enigma fácil de desentrañar. Resulta también muy instructivo perseguir la relación de estos sueños con los de angustia. En los de la muerte de personas queridas ha hallado el deseo reprimido un camino por el que poder eludir la censura y la deformación por ella impuesta. Siempre que esto se verifica en un sueño experimentamos durante el mismo, como fenómeno concomitante, sensaciones dolorosas. Correlativamente, sólo se produce el sueño de angustia cuando la censura es vencida total o parcialmente y, por otro lado, la preexistencia de angustia como sensación actual emanada de fuentes somáticas facilita el vencimiento de la censura. De este modo vemos ya claramente la tendencia en favor de la cual labora la censura imponiendo la deformación, tendencia que no es sino la de impedir el desarrollo de angustia o de otra forma cualquiera de afecto penoso.
En páginas que anteceden traté del egoísmo del alma infantil, y quiero reanudar aquí el examen de este tema para demostrar que los sueños han conservado también este carácter. Todos, sin excepción, son egoístas y en todos aparece el amado yo, aunque oculto bajo el disfraz. Los deseos que en ellos quedan realizados son siempre deseos de dicho yo, y cuando el sueño nos parece obedecer a un interés por otra persona, ello no es sino una engañosa apariencia. Someteré aquí al análisis algunos sueños que parecen contradecir esta afirmación.
I. Un niño de menos de cuatro años relata el siguiente sueño: «Ha visto una gran fuente que contenía un gran pedazo de carne asada. De repente se lo comía alguien, de una sola vez y sin cortar. Pero él no veía quién era la persona que se lo había comido» . ¿Quién podrá ser el individuo con cuyo copioso almuerzo sueña el niño? Los sucesos del día del sueño nos proporcionarán, sin duda, el esclarecimiento deseado. El sujeto se halla hace algunos días, por prescripción facultativa, a dieta láctea. Pero la tarde anterior había sido malo y le fue impuesto el castigo de acostarse sin siquiera tomar la leche. Ya en otra ocasión había sido sometido a una análoga cura de ayuno, resistiéndola muy valientemente, sin intentar siquiera que le levantasen el castigo confesando su hambre. La educación comienza ya a actuar sobre él, revelándose en el principio de deformación que su sueño presenta. No cabe duda que la persona que en su sueño almuerza tan a satisfacción, y precisamente carne asada, es él mismo. Pero como sabe que le está prohibido, no se atreve a hacer lo que los niños hambrientos hacen en sueños (cf. el sueño de mi hija Ana); esto es, darse un espléndido banquete, y el invitado permanece anónimo.
II. Sueño ver en el escaparate de una librería un tomo nuevo de una colección cuyas publicaciones suelo adquirir siempre (monografías artísticas o históricas). Este tomo inicia una nueva serie titulada: «Oradores (o discursos) famosos» y ostenta en la portada el nombre del doctor Lecher. El análisis me demuestra desde el primer momento lo inverosímil de que pueda ocuparme, efectivamente, en sueños, la personalidad del doctor Lecher, famoso por la resistencia que demostró hablando hora tras hora en el Parlamento alemán, durante una campaña obstruccionista. La verdad es que hace algunos días se ha aumentado el número de pacientes que tengo sometidos al tratamiento psíquico y me veo obligado a hablar durante nueve o diez horas diarias. Soy yo, por tanto, el resistente orador.
III. En otra ocasión sueño que un profesor de nuestra Universidad, conocido mío, me dice: Mi hijo, el miope. A estas palabras se enlaza un diálogo compuesto de breves frases. Pero luego sigue un tercer fragmento onírico, en el que aparezco yo con mis hijos. En el contenido latente, el profesor M. y su hijo no son sino maniquíes que encubren mi propia persona y la de mi hijo mayor. Sobre este sueño habremos de volver más adelante, con motivo de otra de sus peculiaridades.
IV. El siguiente sueño nos da un ejemplo de sentimientos ruines y egoístas, ocultos bajo la apariencia de una tierna solicitud. «Mi amigo Otto tiene mala cara. Su tez ha tomado un tinte oscuro, y los ojos parecen querer salírsele de las órbitas.» Otto es nuestro médico de cabecera. No tengo la menor esperanza de saldar jamás mi deuda de gratitud para con él, pues vela hace ya muchos años por la salud de mis hijos, los ha asistido siempre con éxito y aprovecha además cualquier ocasión que se presenta para colmarlos de regalos. La tarde anterior al sueño que nos ocupa había venido a visitarnos, observando mi mujer que parecía hallarse fatigado y deprimido. Aquella misma noche le atribuye mi sueño dos de los síntomas característicos de la enfermedad de Basedow. Aquellos que se niegan a aceptar mis reglas de interpretación no verán en este sueño sino una continuación de los cuidados que el mal aspecto de mi amigo me había inspirado en la vigilia. Pero una tal interpretación contradiría los principios de que el sueño es una realización de deseos y accesible tan sólo a sentimientos egoístas. Además, habríamos de invitar a sus partidarios a explicarnos por qué la enfermedad que temo aqueje a mi amigo es precisamente el bocio exolftálmico, diagnóstico para el que no ofrece su aspecto real el más pequeño punto de apoyo.
En cambio, mi análisis me proporciona el material siguiente, derivado de un suceso acaecido seis años antes. Varios amigos, entre ellos el profesor R., atravesábamos en carruaje el bosque de N., distante algunas horas de nuestra residencia veraniega. Era ya noche cerrada, y el cochero, que había abusado de la bebida, nos hizo volcar en una pendiente, sin grave daño para nuestras personas, pero obligándonos a pernoctar en una vecina hostería, donde la noticia del accidente nos atrajo el interés de los demás viajeros. Un caballero, que mostraba algunos de los signos característicos del morbus Basedowi -tez oscura y ojos saltones, como Otto en mi sueño-, se puso por completo a nuestra disposición, preguntándonos en qué podía sernos útil. El profesor R., con su acostumbrada sequedad, le respondió: «Por mí, lo único que puede usted hacer es prestarme una camisa de dormir.» Pero la generosidad del amable auxiliador no debía de llegar a tanto, pues alegando que no le era posible acceder a la petición del profesor, se alejó de nuestro lado.
En la continuación del análisis se me ocurre (aunque sin grandes seguridades sobre la exactitud de tal conocimiento) que Basedow no es sólo el nombre de un médico, sino también el de un famoso pedagogo. Mi amigo Otto es la persona a quien he rogado que, en caso de sucederme alguna desgracia, vele por la educación física de mis hijos, especialmente durante la pubertad (de aquí la camisa de dormir). Atribuyéndole luego, en el sueño, los síntomas patológicos de nuestro generoso auxiliador, es como si quisiera decir: «Si me sucede algo, le tendrán tan sin cuidado mis hijos como nosotros en aquella ocasión al barón de L., no obstante sus amables ofrecimientos.» Pero el nódulo egoísta de este sueño tenía que quedar encubierto de alguna manera . Mas ¿dónde se halla aquí la realización de deseos? Desde luego no en la venganza contra mi amigo Otto, cuyo destino es, por lo visto, que yo le maltrate en mis sueños, sino en la siguiente relación: representando a Otto en mi sueño por la persona del barón de L., he identificado mi propia persona con la de otro; esto es, con la del profesor R., pues demando algo de Otto, como el profesor del barón, en aquella circunstancia. El profesor R. ha seguido, como yo, independientemente su camino, y sólo después de largos años ha alcanzado un título que merecía desde mucho antes. Así, pues, deseo nuevamente, en este sueño, el título de profesor. Incluso este «después de largos años» es una realización de deseos, pues indica que vivo lo suficiente para guiar a mis hijos a través de los escollos de la pubertad.
La interpretación de los sueños. S. Freud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario