miércoles, 19 de agosto de 2009

SUEÑO DE LA MUERTE DE PERSONAS QUERIDAS III

En ninguna de mis enfermas he dejado de hallar sueños de este género, correspendientes a una intensa hostilidad contra sus hermanos. Un único caso, que pareció presentarse al principio como excepción, demostró a poco no ser sino confirmación de la regla. Habiendo interrogado a una paciente sobre estos extremos, recibí, para mi asombro, la respuesta de que jamás había tenido tal sueño. Pero momentos después recordó uno que aparentemente carecía de relación con los que nos ocupan y que había soñado por primera vez a los cuatro años, siendo la menor de las hermanas, y luego repetidas veces. «Una multitud de niños, entre los que se hallaban todos sus hermanos, hermanas, primos y primas, juegan en una pradera. De repente les nacen alas, echan a volar y desaparecen.» La paciente no tenía la menor sospecha de la significación de este sueño, mas para nosotros no resulta nada difícil reconocer en él un sueño de muerte de todos los hermanos en la forma original escasamente influida por la censura. Así, creo poder construir el análisis siguiente: la sujeto vivía con sus hermanos y sus primos, con ocasión de la muerte de uno de ellos, acaecida cuando aún no había cumplido ella cuatro años, debió de preguntar a alguno de sus familiares qué era de los niños cuando morían. La respuesta debió de ser que les nacían alas y se convertían en ángeles, aclaración que el sueño aprovecha, transformando en ángeles a todos los hermanos, y lo que es más importante, haciéndolos desaparecer. Imaginemos lo que para la pequeña significaría ser la única superviviente de toda la familia caterva infantil. La imagen de los niños jugando en una pradera antes de desaparecer volando se refiere, sin duda, al revolotear de las mariposas, como si la niña hubiese seguido la misma concatenación de ideas que llevó a los antiguos a atribuir a Psiquis alas de mariposa.

Quizá opongan aquí algunos de mis lectores la objeción de que aun aceptando los impulsos hostiles de los niños contra sus hermanos, no es posible que el espíritu infantil alcance el grado de maldad que supone desear la muerte a sus competidores, como si no hubiera más que esta máxima pena para todo delito. Pero los que así piensan no reflexionan que el concepto de «estar muerto» no tiene para el niño igual significación que para nosotros. El niño ignora por completo el horror de la putrefacción, el frío del sepulcro y el terror de la nada eterna, representaciones todas que resultan intolerables para el adulto, como nos lo demuestran todos los mitos «del más allá». Desconoce el miedo a la muerte, y de este modo juega con la terrible palabra amenazando a sus compañeros. «Si haces eso otra vez te morirás, como se murió Paquito», amenaza que la madre escucha con horror, sabiendo que más de la mitad de los nacidos no pasan de los años infantiles. De un niño de ocho años sabemos que al volver de una visita al Museo de Historia Natural dijo a su madre: «Te quiero tanto, que cuando mueras mandaré que te disequen y te tendré en mi cuarto para poder verte siempre.» ¡Tan distinta es de la nuestra la infantil representación de la muerte!.

«Haber muerto» significa para el niño, al que se evita el espectáculo de los sufrimientos, de la agonía, tanto como «haberse ido» y no estorbar ya a los supervivientes, sin que establezca diferencia alguna entre las causas -viaje o muerte- a que la ausencia pueda obedecer. Cuando en los años prehistóricos de un niño es despedida su niñera y muere a poco su madre, quedan ambos sucesos superpuestos para su recuerdo dentro de una misma serie, circunstancia que el análisis nos descubre en gran número de casos. La poca intensidad con que los niños echan de menos a los ausentes ha sido comprobada, a sus expensas, con muchas madres, que al regresar de un viaje de algunas semanas oyen que sus hijos no han preguntado ni una sola vez por ellas. Y cuando el viaje es a «aquella tierra ignota de la que jamás retorna ningún viajero» los niños parecen, al principio, haber olvidado a su madre, y sólo posteriormente comienzan a recordarla. Así, pues, cuando el niño tiene motivos para desear la ausencia de otro carece de toda retención que pudiese apartarla de dar a dicho deseo la forma de la muerte de su competidor, y la reacción psíquica al sueño de deseo de muerte prueba que, no obstante las diferencias de contenido, en el niño es tal deseo idéntico al que en igual sentido puede abrigar el adulto. Pero si este infantil deseo de la muerte de los hermanos queda explicado por el egoísmo del niño, que no ve en ellos sino competidores, ¿cómo explicar igual optación con respecto a los padres, que significan para él una inagotable fuente de amor y cuya conservación debiera desear, aun por motivos egoístas, siendo como son los que cuidan de satisfacer sus necesidades?

La solución de esta dificultad nos es proporcionada por la experiencia de que los sueños de este género se refieren casi siempre, en el hombre, al padre, y en la mujer, a la madre; esto es, al inmediato ascendiente de sexo igual al del sujeto. No constituye esto una regla absoluta, pero sí predomina suficientemente para impulsarnos a buscar su explicación en un factor de alcance universal. En términos generales, diríamos, pues, que sucede como si desde edad muy temprana surgiese una preferencia sexual; esto es, como si el niño viviese en el padre y la niña en la madre, rivales de su amor, cuya desaparición no pudiese serles sino ventajosa.
Continúa.

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