Si tales observaciones de la vida infantil se adaptan sin esfuerzo a la interpretación propuesta, no nos proporcionan, sin embargo, la total convicción que los psicoanálisis de adultos neuróticos imponen al médico. La comunicación de los sueños de este género es acompañada por ellos de tales preliminares y comentarios, que su interpretación como sueños optativos se hace ineludible. Una señora llega a mi consulta toda conturbada y llorosa. «No quiero ver más a mi familia -me dice-. Tengo que causarles horror.» A seguidas y casi sin transición me relata un sueño cuyo significado desconoce. Lo soñó teniendo cuatro años y su contenido es el siguiente: «Ve andar a un lince o una zorra por encima de un tejado. Después cae algo o se cae ella del tejado abajo. Luego sacan de casa a su madre muerta y rompe ella a llorar amargamente.» Apenas expliqué a la sujeto que su sueño tenía que significar el deseo infantil de ver morir a su madre y que el recuerdo del mismo es lo que la inspira ahora la idea de que tiene que causar horror a su familia, me suministró espontáneamente material bastante para un total esclarecimiento. Siendo niña, un golfillo que había encontrado en la calle se había burlado de ella aplicándole algunas calificaciones zoológicas, entre las que se hallaba la de «lince», y, posteriormente, teniendo ya tres años, había sido herida su madre por una teja que le cayó sobre la cabeza, originándole intensa hemorragia.
Durante algún tiempo he tenido ocasión de estudiar con todo detalle a una niña que pasó por diversos estados psíquicos. En la demencia frenética con que comenzó su enfermedad mostró una especial repulsión hacia su madre, insultándola y golpeándola en cuanto intentaba acercarse a su lecho. En cambio, se mostraba muy cariñosa y dócil para con su hermana, bastante mayor que ella. A este período de excitación surgió otro más despejado, aunque algo apático y con grandes perturbaciones del reposo, fase en la que comencé a someterla a tratamiento y a analizar sus sueños. Gran cantidad de los mismos trataba, más o menos encubiertamente, de la muerte de la madre. Así, asistía la sujeto al entierro de una anciana o se reía sentada en la mesa con su hermana, ambas vestidas de luto. El sentido de estos sueños no ofrecía la menor duda. Conseguida luego una más firme mejoría, aparecieron diversas fobias, entre las cuales la que más le atormentaba era la de que a su madre le había sucedido algo, viéndose incoerciblemente impulsada a retornar a su casa, cualquiera que fuese el lugar en que estuviese, para convencerse de que aún se hallaba con vida. Este caso, confrontado con mi experiencia anterior en la materia, me fue altamente instructivo, mostrándome, como traducción de un tema a varios idiomas, diversas reacciones del aparato psíquico a la misma representación estimuladora.
En la demencia inicial, dependiente, a mi juicio, del vencimiento de la segunda instancia psíquica por la primera, hasta entonces reprimida, adquirió poder motor la hostilidad inconsciente contra la madre. Luego, al comienzo de la fase pacífica, reprimida la rebelión y restablecida la censura, no quedó accesible a dicha hostilidad para la realización del deseo de muerte en que se concretaba, dominio distinto del de los sueños, y, por último, robustecida la normalidad, creo, como reacción contraria histérica y fenómeno de defensa, la excesiva preocupación con respecto a la madre. Relacionándolo con este proceso, no nos resulta ya inexplicable el hecho de que las muchachas histéricas manifiesten con tanta frecuencia un tan exagerado cariño a sus madres. En otra ocasión me fue dado penetrar profundamente en la vida anímica inconsciente de un joven al que la neurosis obsesiva hacía casi imposible la vida, pues la preocupación de que mataba a todos los que con él se cruzaban le impedía salir a la calle. Encerrado así en su casa, pasaba el día ordenando los medios con que le sería posible probar la coartada en caso de ser acusado de algún asesinato cometido en la ciudad. Excuso decir que se trataba de un hombre de elevado sentido moral y gran cultura. El análisis -mediante el cual conseguí una completa curación- reveló, como fundamento de esta penosa representación obsesiva, el impulso de matar a su padre -persona de extremada severidad-, sentido conscientemente con horror por nuestro sujeto a la edad de siete años; pero que, naturalmente, procedía de épocas mucho más tempranas de su infancia. Después de la dolorosa enfermedad que llevó a su padre al sepulcro, teniendo ya el sujeto treinta y un años, surgió en él el reproche obsesivo que adoptó la forma de la fobia antes indicada. De una persona capaz de precipitar a su padre a un abismo, desde la cima de una montaña, ha de esperarse que no estimará en mucho la vida de aquellos a los que ningún lazo le une. Así, pues, lo mejor que puede hacer es permanecer encerrado en su cuarto.
Según mi experiencia, ya muy repetida sobre estas cuestiones, desempeñan los padres el papel principal en la vida anímica infantil de todos aquellos individuos que más tarde enferman de psiconeurosis, y el enamoramiento del niño por su madre y el odio hacia el padre -o viceversa, en las niñas- forman la firme base del material de sentimientos psíquicos constituido en dicha época y tan importante para la sintomática de la neurosis ulterior. Sin embargo, no creo que los psiconeuróticos se diferencien en esto grandemente de los demás humanos que han permanecido dentro de la normalidad, pues no presentan nada que les sea exclusivo y peculiar. Lo más probable sea que sus sentimientos amorosos y hostiles con respecto a sus padres no hagan sino presentarnos amplificado aquello que con menor intensidad y evidencia sucede en el alma de la mayoría de los niños, hipótesis que hemos tenido ocasión de comprobar repetidas veces en la observación de niños normales. En apoyo de este descubrimiento nos proporciona la antigüedad una leyenda cuya general impresión sobre el ánimo de los hombres sólo por una análoga generalidad de la hipótesis aquí discutida nos parece comprensible.
Aludimos con esto a la leyenda del rey Edipo y al drama de Sófocles en ella basado. Edipo, hijo de Layo, rey de Tebas, y de Yocasta, fue abandonado al nacer sobre el monte Citerón, pues un oráculo había predicho a su padre que el hijo que Yocasta llevaba en su seno sería un asesino. Recogido por unos pastores, fue llevado Edipo al rey de Corinto, que lo educó como un príncipe. Deseoso de conocer su verdadero origen, consultó un oráculo, que le aconsejó no volviese nunca a su patria, porque estaba destinado a dar muerte a su padre y a casarse con su madre. No creyendo tener más patria que Corinto, se alejó de aquella ciudad, pero en su camino encontró al rey Layo y lo mató en una disputa. Llegado a las inmediaciones de Tebas adivinó el enigma de la Esfinge que cerraba el camino hasta la ciudad, y los tebanos, en agradecimiento, le coronaron rey, concediéndole la mano de Yocasta. Durante largo tiempo reinó digna y pacíficamente, engendrando con su madre y esposa dos hijos y dos hijas, hasta que asolada Tebas por la peste, decidieron los tebanos consultar al oráculo en demanda del remedio. En este momento comienza la tragedia de Sófocles. Los mensajeros traen la respuesta en que el oráculo declara que la peste cesará en el momento en que sea expulsado del territorio nacional el matador de Layo. Mas ¿dónde hallarlo?
Pero él ¿dónde esta él?
¿Dónde hallar
la oscura huella de la antigua culpa?
La acción de la tragedia se halla constituida exclusivamente por el descubrimiento paulatino y retardado con supremo arte -proceso comparable al de un psicoanálisis- de que Edipo es el asesino de Layo y al mismo tiempo su hijo y el de Yocasta. Horrorizado ante los crímenes que sin saberlo ha cometido, Edipo se arranca los ojos y huye de su patria. La predicción del oráculo se ha cumplido.
Edipo rey es una tragedia en la que el factor principal es el Destino. Su efecto trágico reposa en la oposición entre la poderosa voluntad de los dioses y la vana resistencia del hombre amenazado por la desgracia. Las enseñanzas que el espectador, hondamente conmovido, ha de extraer de la obra con la resignación ante los dictados de la divinidad y el reconocimiento de la propia impotencia. Fiados en la impresión que jamás deja de producir la tragedia griega, han intentado otros poetas de la época moderna lograr un análogo efecto dramático, entretejiendo igual oposición en una fábula distinta. Pero los espectadores han presenciado indiferentes cómo, a pesar de todos los esfuerzos de un protagonista inocente, se cumplían en él una maldición o un oráculo. Todas las tragedias posteriores, basadas en la fatalidad, han carecido de efecto sobre el público.
En cambio, el Edipo rey continúa conmoviendo al hombre moderno tan profunda e intensamente como a los griegos contemporáneos de Sófocles, hecho singular cuya única explicación es quizá la de que el efecto trágico de la obra griega no reside en la oposición misma entre el destino y la voluntad humana, sino en el peculiar carácter de la fábula en que tal oposición queda objetivizada. Hay, sin duda, una voz interior que nos impulsa a reconocer el poder coactivo del destino en Edipo, mientras que otras tragedias construidas sobre la misma base nos parecen inaceptablemente arbitrarias. Y es que la leyenda del rey tebano entraña algo que hiere en todo hombre una íntima esencia natural. Si el destino de Edipo nos conmueve es porque habría podido ser el nuestro y porque el oráculo ha suspendido igual maldición sobre nuestras cabezas antes que naciéramos. Quizá nos estaba reservado a todos dirigir hacia nuestra madre nuestro primer impulso sexual y hacia nuestro padre el primer sentimiento de odio y el primer deseo destructor. Nuestros sueños testimonian de ello. El rey Edipo, que ha matado a su padre y tomado a su madre en matrimonio, no es sino la realización de nuestros deseos infantiles. Pero, más dichosos que él, nos ha sido posible, en épocas posteriores a la infancia, y en tanto en cuanto no hemos contraído una psiconeurosis, desviar de nuestra madre nuestros impulsos sexuales y olvidar los celos que el padre nos inspiró. Ante aquellas personas que han llegado a una realización de tales deseos infantiles, retrocedemos horrorizados con toda la energía del elevado montante de represión que sobre los mismos se ha acumulado en nosotros desde nuestra infancia.
Mientras que el poeta extrae a la luz, en el proceso de investigación que constituye el desarrollo de su obra, la culpa de Edipo, nos obliga a una introspección en la que descubrimos que aquellos impulsos infantiles existen todavía en nosotros, aunque reprimidos. Y las palabras con que el coro pone fin a la obra: «...miradle; es Edipo; el que resolvió los intrincados enigmas y ejerció el más alto poder; aquel cuya felicidad ensalzaban y envidiaban todos los ciudadanos. ¡Vedle sumirse en las crueles olas del destino fatal!», estas palabras hieren nuestro orgullo de adultos, que nos hace creernos lejos ya de nuestra niñez y muy avanzados por los caminos de la sabiduría y del dominio espiritual. Como Edipo, vivimos en la ignorancia de aquellos deseos inmorales que la Naturaleza nos ha impuesto, y al descubrirlos quisiéramos apartar la vista de las escenas de nuestra infancia . En el texto mismo de la tragedia de Sófocles hallamos una inequívoca indicación de que la leyenda de Edipo procede de un antiquísimo tema onírico, en cuyo contenido se refleja esta dolorosa perturbación, a que nos venimos refiriendo, de las relaciones filiales por los primeros impulsos de la sexualidad. Para consolar a Edipo, ignorante aún de la verdad, pero preocupado por el recuerdo de la predicción del oráculo, le observa Yocasta que el sueño del incesto es soñado por muchos hombres y carece, a su juicio, de toda significación: «Son muchos los hombres que se han visto en sueños cohabitando con su madre. Pero aquel que no ve en ellos sino vanas fantasías soporta sin pesadumbre la carga de la vida».
Este sueño es soñado aún, como entonces, por muchos hombres, que al despertar lo relatan llenos de asombro e indignación. En él habremos, pues, de ver la clave de la tragedia y el complemento al de la muerte del padre. La fábula de Edipo es la reacción de la fantasía a estos dos sueños típicos, y así como ellos despiertan en el adulto sentimiento de repulsa, tiene la leyenda que acoger en su contenido el horror al delito y el castigo del delincuente, que éste se impone por su propia mano. La ulterior conformación de dicho contenido procede nuevamente de una equivocada elaboración secundaria, que intenta ponerlo al servicio de un propósito teologizante (cf. el tema onírico de la exhibición, expuesto en páginas anteriores). Pero la tentativa de armonizar la omnipotencia divina con la responsabilidad humana tiene que fracasar aquí, como en cualquier otro material que quiera llevarse a cabo.
Durante algún tiempo he tenido ocasión de estudiar con todo detalle a una niña que pasó por diversos estados psíquicos. En la demencia frenética con que comenzó su enfermedad mostró una especial repulsión hacia su madre, insultándola y golpeándola en cuanto intentaba acercarse a su lecho. En cambio, se mostraba muy cariñosa y dócil para con su hermana, bastante mayor que ella. A este período de excitación surgió otro más despejado, aunque algo apático y con grandes perturbaciones del reposo, fase en la que comencé a someterla a tratamiento y a analizar sus sueños. Gran cantidad de los mismos trataba, más o menos encubiertamente, de la muerte de la madre. Así, asistía la sujeto al entierro de una anciana o se reía sentada en la mesa con su hermana, ambas vestidas de luto. El sentido de estos sueños no ofrecía la menor duda. Conseguida luego una más firme mejoría, aparecieron diversas fobias, entre las cuales la que más le atormentaba era la de que a su madre le había sucedido algo, viéndose incoerciblemente impulsada a retornar a su casa, cualquiera que fuese el lugar en que estuviese, para convencerse de que aún se hallaba con vida. Este caso, confrontado con mi experiencia anterior en la materia, me fue altamente instructivo, mostrándome, como traducción de un tema a varios idiomas, diversas reacciones del aparato psíquico a la misma representación estimuladora.
En la demencia inicial, dependiente, a mi juicio, del vencimiento de la segunda instancia psíquica por la primera, hasta entonces reprimida, adquirió poder motor la hostilidad inconsciente contra la madre. Luego, al comienzo de la fase pacífica, reprimida la rebelión y restablecida la censura, no quedó accesible a dicha hostilidad para la realización del deseo de muerte en que se concretaba, dominio distinto del de los sueños, y, por último, robustecida la normalidad, creo, como reacción contraria histérica y fenómeno de defensa, la excesiva preocupación con respecto a la madre. Relacionándolo con este proceso, no nos resulta ya inexplicable el hecho de que las muchachas histéricas manifiesten con tanta frecuencia un tan exagerado cariño a sus madres. En otra ocasión me fue dado penetrar profundamente en la vida anímica inconsciente de un joven al que la neurosis obsesiva hacía casi imposible la vida, pues la preocupación de que mataba a todos los que con él se cruzaban le impedía salir a la calle. Encerrado así en su casa, pasaba el día ordenando los medios con que le sería posible probar la coartada en caso de ser acusado de algún asesinato cometido en la ciudad. Excuso decir que se trataba de un hombre de elevado sentido moral y gran cultura. El análisis -mediante el cual conseguí una completa curación- reveló, como fundamento de esta penosa representación obsesiva, el impulso de matar a su padre -persona de extremada severidad-, sentido conscientemente con horror por nuestro sujeto a la edad de siete años; pero que, naturalmente, procedía de épocas mucho más tempranas de su infancia. Después de la dolorosa enfermedad que llevó a su padre al sepulcro, teniendo ya el sujeto treinta y un años, surgió en él el reproche obsesivo que adoptó la forma de la fobia antes indicada. De una persona capaz de precipitar a su padre a un abismo, desde la cima de una montaña, ha de esperarse que no estimará en mucho la vida de aquellos a los que ningún lazo le une. Así, pues, lo mejor que puede hacer es permanecer encerrado en su cuarto.
Según mi experiencia, ya muy repetida sobre estas cuestiones, desempeñan los padres el papel principal en la vida anímica infantil de todos aquellos individuos que más tarde enferman de psiconeurosis, y el enamoramiento del niño por su madre y el odio hacia el padre -o viceversa, en las niñas- forman la firme base del material de sentimientos psíquicos constituido en dicha época y tan importante para la sintomática de la neurosis ulterior. Sin embargo, no creo que los psiconeuróticos se diferencien en esto grandemente de los demás humanos que han permanecido dentro de la normalidad, pues no presentan nada que les sea exclusivo y peculiar. Lo más probable sea que sus sentimientos amorosos y hostiles con respecto a sus padres no hagan sino presentarnos amplificado aquello que con menor intensidad y evidencia sucede en el alma de la mayoría de los niños, hipótesis que hemos tenido ocasión de comprobar repetidas veces en la observación de niños normales. En apoyo de este descubrimiento nos proporciona la antigüedad una leyenda cuya general impresión sobre el ánimo de los hombres sólo por una análoga generalidad de la hipótesis aquí discutida nos parece comprensible.
Aludimos con esto a la leyenda del rey Edipo y al drama de Sófocles en ella basado. Edipo, hijo de Layo, rey de Tebas, y de Yocasta, fue abandonado al nacer sobre el monte Citerón, pues un oráculo había predicho a su padre que el hijo que Yocasta llevaba en su seno sería un asesino. Recogido por unos pastores, fue llevado Edipo al rey de Corinto, que lo educó como un príncipe. Deseoso de conocer su verdadero origen, consultó un oráculo, que le aconsejó no volviese nunca a su patria, porque estaba destinado a dar muerte a su padre y a casarse con su madre. No creyendo tener más patria que Corinto, se alejó de aquella ciudad, pero en su camino encontró al rey Layo y lo mató en una disputa. Llegado a las inmediaciones de Tebas adivinó el enigma de la Esfinge que cerraba el camino hasta la ciudad, y los tebanos, en agradecimiento, le coronaron rey, concediéndole la mano de Yocasta. Durante largo tiempo reinó digna y pacíficamente, engendrando con su madre y esposa dos hijos y dos hijas, hasta que asolada Tebas por la peste, decidieron los tebanos consultar al oráculo en demanda del remedio. En este momento comienza la tragedia de Sófocles. Los mensajeros traen la respuesta en que el oráculo declara que la peste cesará en el momento en que sea expulsado del territorio nacional el matador de Layo. Mas ¿dónde hallarlo?
Pero él ¿dónde esta él?
¿Dónde hallar
la oscura huella de la antigua culpa?
La acción de la tragedia se halla constituida exclusivamente por el descubrimiento paulatino y retardado con supremo arte -proceso comparable al de un psicoanálisis- de que Edipo es el asesino de Layo y al mismo tiempo su hijo y el de Yocasta. Horrorizado ante los crímenes que sin saberlo ha cometido, Edipo se arranca los ojos y huye de su patria. La predicción del oráculo se ha cumplido.
Edipo rey es una tragedia en la que el factor principal es el Destino. Su efecto trágico reposa en la oposición entre la poderosa voluntad de los dioses y la vana resistencia del hombre amenazado por la desgracia. Las enseñanzas que el espectador, hondamente conmovido, ha de extraer de la obra con la resignación ante los dictados de la divinidad y el reconocimiento de la propia impotencia. Fiados en la impresión que jamás deja de producir la tragedia griega, han intentado otros poetas de la época moderna lograr un análogo efecto dramático, entretejiendo igual oposición en una fábula distinta. Pero los espectadores han presenciado indiferentes cómo, a pesar de todos los esfuerzos de un protagonista inocente, se cumplían en él una maldición o un oráculo. Todas las tragedias posteriores, basadas en la fatalidad, han carecido de efecto sobre el público.
En cambio, el Edipo rey continúa conmoviendo al hombre moderno tan profunda e intensamente como a los griegos contemporáneos de Sófocles, hecho singular cuya única explicación es quizá la de que el efecto trágico de la obra griega no reside en la oposición misma entre el destino y la voluntad humana, sino en el peculiar carácter de la fábula en que tal oposición queda objetivizada. Hay, sin duda, una voz interior que nos impulsa a reconocer el poder coactivo del destino en Edipo, mientras que otras tragedias construidas sobre la misma base nos parecen inaceptablemente arbitrarias. Y es que la leyenda del rey tebano entraña algo que hiere en todo hombre una íntima esencia natural. Si el destino de Edipo nos conmueve es porque habría podido ser el nuestro y porque el oráculo ha suspendido igual maldición sobre nuestras cabezas antes que naciéramos. Quizá nos estaba reservado a todos dirigir hacia nuestra madre nuestro primer impulso sexual y hacia nuestro padre el primer sentimiento de odio y el primer deseo destructor. Nuestros sueños testimonian de ello. El rey Edipo, que ha matado a su padre y tomado a su madre en matrimonio, no es sino la realización de nuestros deseos infantiles. Pero, más dichosos que él, nos ha sido posible, en épocas posteriores a la infancia, y en tanto en cuanto no hemos contraído una psiconeurosis, desviar de nuestra madre nuestros impulsos sexuales y olvidar los celos que el padre nos inspiró. Ante aquellas personas que han llegado a una realización de tales deseos infantiles, retrocedemos horrorizados con toda la energía del elevado montante de represión que sobre los mismos se ha acumulado en nosotros desde nuestra infancia.
Mientras que el poeta extrae a la luz, en el proceso de investigación que constituye el desarrollo de su obra, la culpa de Edipo, nos obliga a una introspección en la que descubrimos que aquellos impulsos infantiles existen todavía en nosotros, aunque reprimidos. Y las palabras con que el coro pone fin a la obra: «...miradle; es Edipo; el que resolvió los intrincados enigmas y ejerció el más alto poder; aquel cuya felicidad ensalzaban y envidiaban todos los ciudadanos. ¡Vedle sumirse en las crueles olas del destino fatal!», estas palabras hieren nuestro orgullo de adultos, que nos hace creernos lejos ya de nuestra niñez y muy avanzados por los caminos de la sabiduría y del dominio espiritual. Como Edipo, vivimos en la ignorancia de aquellos deseos inmorales que la Naturaleza nos ha impuesto, y al descubrirlos quisiéramos apartar la vista de las escenas de nuestra infancia . En el texto mismo de la tragedia de Sófocles hallamos una inequívoca indicación de que la leyenda de Edipo procede de un antiquísimo tema onírico, en cuyo contenido se refleja esta dolorosa perturbación, a que nos venimos refiriendo, de las relaciones filiales por los primeros impulsos de la sexualidad. Para consolar a Edipo, ignorante aún de la verdad, pero preocupado por el recuerdo de la predicción del oráculo, le observa Yocasta que el sueño del incesto es soñado por muchos hombres y carece, a su juicio, de toda significación: «Son muchos los hombres que se han visto en sueños cohabitando con su madre. Pero aquel que no ve en ellos sino vanas fantasías soporta sin pesadumbre la carga de la vida».
Este sueño es soñado aún, como entonces, por muchos hombres, que al despertar lo relatan llenos de asombro e indignación. En él habremos, pues, de ver la clave de la tragedia y el complemento al de la muerte del padre. La fábula de Edipo es la reacción de la fantasía a estos dos sueños típicos, y así como ellos despiertan en el adulto sentimiento de repulsa, tiene la leyenda que acoger en su contenido el horror al delito y el castigo del delincuente, que éste se impone por su propia mano. La ulterior conformación de dicho contenido procede nuevamente de una equivocada elaboración secundaria, que intenta ponerlo al servicio de un propósito teologizante (cf. el tema onírico de la exhibición, expuesto en páginas anteriores). Pero la tentativa de armonizar la omnipotencia divina con la responsabilidad humana tiene que fracasar aquí, como en cualquier otro material que quiera llevarse a cabo.
Continúa.
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