La oposición oficial no ha podido evitar la difusión del psicoanálisis en Alemania y en otros países. En otro lugar -Historia del movimiento psicoanalítico- he seguido las etapas de sus progresos y citado a sus principales representantes. En 1909 fuimos invitados Jung y yo por G. Stanley Hall para dar en la Clark University, de Norteamérica, cuyo presidente era, varias conferencias en alemán durante las fiestas con que dicha Universidad celebrada el vigésimo aniversario de su fundación.
Hall era un psicólogo y pedagogo muy reputado justificadamente, y había integrado el psicoanálisis en sus enseñanzas hacía ya varios años, pues era muy aficionado a introducir novedades y a elevar sobre el pavés nuevas autoridades, sin perjuicio de derrocarlas después.
En Norteamérica encontramos también a James J. Putnam, neurólogo de Harvard, que, a pesar de su avanzada edad, abrigaba un caluroso entusiasmo por el psicoanálisis, y defendió con todo el peso de su personalidad, generalmente respetada, el valor cultural de la nueva disciplina y la pureza de sus intenciones. En este excelente hombre, que como reacción a una disposición a la neurosis obsesiva había adoptado una orientación predominantemente ética, nos contrariaba sólo su deseo de agregar el psicoanálisis a un determinado sistema filosófico y colocarle al servicio de aspiraciones morales. Mi encuentro con el filósofo William James me dejó también una duradera impresión. Yendo un día de paseo con él, se detuvo de repente, me entregó una cartera que llevaba en la mano y me pidió que me adelantase, prometiendo alcanzarme en cuanto dominara el ataque de angina de pecho, que sentía próximo. Un año después moría en uno de estos ataques, y desde entonces me he deseado un análogo valor ante la muerte. Por entonces tenía yo cincuenta y tres años; me sentía joven y sano, y mi corta estancia en el Nuevo Mundo me tonificó considerablemente, aumentando mi confianza en mí propio.
En Europa me parecía sentirme bajo los efectos de una anatema, y en cambio, en América me vi acogido como un igual por aquellos a quienes yo consideraba y respetaba más. Cuando subí a la cátedra de la Universidad de Worcester para pronunciar mis conferencias sobre psicoanálisis creía asistir a la realización de inverosímil fantasía optativa. El psicoanálisis no era ya, pues, un ente de razón, sino una valiosa realidad. Desde mi visita no ha disminuido en América el interés que el psicoanálisis inspiraba ya. Se ha hecho popular entre los profanos y es reconocido por muchos psiquiatras oficiales como un importante elemento de la enseñanza médica. Desgraciadamente, también ha sufrido algunas injustificadas atenuaciones, y algo que nada tiene que ver con él se cubre a veces con su nombre. Cierto es que los médicos americanos carecen en su país de medios de ilustrarse en lo que respecta a la técnica y a la teoría psicoanalíticas. Por último, se tropieza con el behaviourism americano, que se vanagloria ingenuamente de haber suprimido por completo el problema psicológico.
En Europa hubo, de 1911 a 1913, dos movimientos de separación del psicoanálisis, iniciados por personas que hasta entonces habían desempeñado un papel considerable en la recién aparecida ciencia. Me refiero a Alfredo Adler y a C. G. Jung. Ambas defecciones fueron harto peligrosas y agruparon en derredor de sus iniciadores núcleos importantes; pero no debían su fuerza a su contenido propio, sino al deseo de emanciparse de ciertos resultados del psicoanálisis, aun aceptando el material de hechos en el que se basaban. Jung intentó una traducción de los hechos analíticos a lo abstracto e impersonal, traducción por medio de la cual creía ahorrarse el reconocimiento de la sexualidad infantil y del complejo de Edipo y la necesidad del análisis de la infancia. Adler pareció alejarse aún más del psicoanálisis, negando en absoluto la importancia de la sexualidad, refiriendo la formación del carácter y de las neurosis a la aspiración de poderío de los hombres y a su necesidad de compensar su inferioridad constitucional, y anulando todas las nuevas adquisiciones psicológicas del psicoanálisis. Pero todo lo que entonces rechazó ha forzado luego la entrada de su cerrado sistema, cambiando únicamente de nombre. La crítica fue muy benigna para ambos heréticos, y, por mi parte, sólo pude alcanzar que tanto Adler como Jung renunciaran a dar a sus teorías el nombre de psicoanálisis. Actualmente, transcurridos diez años, puede comprobarse que ninguna de estas dos tentativas ha causado perjuicio alguno al psicoanálisis.
Cuando una comunidad se halla fundada en una coincidencia sobre determinados puntos cardinales es natural que salgan de ella aquellos que han abandonado dicho terreno común. Sin embargo, se ha atribuido con frecuencia la defección de antiguos discípulos míos a mi intolerancia o se ha visto en ella la expresión de una fatalidad especial que sobre mí pesaba. Contra este indicaré exclusivamente que frente a aquellos que me han abandonado, como Jung, Adler, Stekel y otros se alza gran número de personas -tales como Abraham, Eitingon, Ferenczi, Rank, Jones, Brill, Sachs, Pfister, Van Emden, Reik y otros- que me son adeptos desde hace más de quince años, durante los cuales han colaborado fielmente conmigo, y con los que vengo manteniendo una ininterrumpida amistad. Cito aquí únicamente a aquellos discípulos míos más antiguos que se han creado ya un nombre en la literatura del psicoanálisis, y la omisión de otros más modernos no significa en modo alguno una menor estimación, pues entre ellos hay inteligencias en las que pueden fundarse grandes esperanzas. Un hombre intolerante y absorbente no hubiera podido conservar en derredor suyo una tan numerosa legión de personas de alta intelectualidad, sobre todo no poseyendo, como no poseo, medio alguno práctico de atracción. Continúa…
Hall era un psicólogo y pedagogo muy reputado justificadamente, y había integrado el psicoanálisis en sus enseñanzas hacía ya varios años, pues era muy aficionado a introducir novedades y a elevar sobre el pavés nuevas autoridades, sin perjuicio de derrocarlas después.
En Norteamérica encontramos también a James J. Putnam, neurólogo de Harvard, que, a pesar de su avanzada edad, abrigaba un caluroso entusiasmo por el psicoanálisis, y defendió con todo el peso de su personalidad, generalmente respetada, el valor cultural de la nueva disciplina y la pureza de sus intenciones. En este excelente hombre, que como reacción a una disposición a la neurosis obsesiva había adoptado una orientación predominantemente ética, nos contrariaba sólo su deseo de agregar el psicoanálisis a un determinado sistema filosófico y colocarle al servicio de aspiraciones morales. Mi encuentro con el filósofo William James me dejó también una duradera impresión. Yendo un día de paseo con él, se detuvo de repente, me entregó una cartera que llevaba en la mano y me pidió que me adelantase, prometiendo alcanzarme en cuanto dominara el ataque de angina de pecho, que sentía próximo. Un año después moría en uno de estos ataques, y desde entonces me he deseado un análogo valor ante la muerte. Por entonces tenía yo cincuenta y tres años; me sentía joven y sano, y mi corta estancia en el Nuevo Mundo me tonificó considerablemente, aumentando mi confianza en mí propio.
En Europa me parecía sentirme bajo los efectos de una anatema, y en cambio, en América me vi acogido como un igual por aquellos a quienes yo consideraba y respetaba más. Cuando subí a la cátedra de la Universidad de Worcester para pronunciar mis conferencias sobre psicoanálisis creía asistir a la realización de inverosímil fantasía optativa. El psicoanálisis no era ya, pues, un ente de razón, sino una valiosa realidad. Desde mi visita no ha disminuido en América el interés que el psicoanálisis inspiraba ya. Se ha hecho popular entre los profanos y es reconocido por muchos psiquiatras oficiales como un importante elemento de la enseñanza médica. Desgraciadamente, también ha sufrido algunas injustificadas atenuaciones, y algo que nada tiene que ver con él se cubre a veces con su nombre. Cierto es que los médicos americanos carecen en su país de medios de ilustrarse en lo que respecta a la técnica y a la teoría psicoanalíticas. Por último, se tropieza con el behaviourism americano, que se vanagloria ingenuamente de haber suprimido por completo el problema psicológico.
En Europa hubo, de 1911 a 1913, dos movimientos de separación del psicoanálisis, iniciados por personas que hasta entonces habían desempeñado un papel considerable en la recién aparecida ciencia. Me refiero a Alfredo Adler y a C. G. Jung. Ambas defecciones fueron harto peligrosas y agruparon en derredor de sus iniciadores núcleos importantes; pero no debían su fuerza a su contenido propio, sino al deseo de emanciparse de ciertos resultados del psicoanálisis, aun aceptando el material de hechos en el que se basaban. Jung intentó una traducción de los hechos analíticos a lo abstracto e impersonal, traducción por medio de la cual creía ahorrarse el reconocimiento de la sexualidad infantil y del complejo de Edipo y la necesidad del análisis de la infancia. Adler pareció alejarse aún más del psicoanálisis, negando en absoluto la importancia de la sexualidad, refiriendo la formación del carácter y de las neurosis a la aspiración de poderío de los hombres y a su necesidad de compensar su inferioridad constitucional, y anulando todas las nuevas adquisiciones psicológicas del psicoanálisis. Pero todo lo que entonces rechazó ha forzado luego la entrada de su cerrado sistema, cambiando únicamente de nombre. La crítica fue muy benigna para ambos heréticos, y, por mi parte, sólo pude alcanzar que tanto Adler como Jung renunciaran a dar a sus teorías el nombre de psicoanálisis. Actualmente, transcurridos diez años, puede comprobarse que ninguna de estas dos tentativas ha causado perjuicio alguno al psicoanálisis.
Cuando una comunidad se halla fundada en una coincidencia sobre determinados puntos cardinales es natural que salgan de ella aquellos que han abandonado dicho terreno común. Sin embargo, se ha atribuido con frecuencia la defección de antiguos discípulos míos a mi intolerancia o se ha visto en ella la expresión de una fatalidad especial que sobre mí pesaba. Contra este indicaré exclusivamente que frente a aquellos que me han abandonado, como Jung, Adler, Stekel y otros se alza gran número de personas -tales como Abraham, Eitingon, Ferenczi, Rank, Jones, Brill, Sachs, Pfister, Van Emden, Reik y otros- que me son adeptos desde hace más de quince años, durante los cuales han colaborado fielmente conmigo, y con los que vengo manteniendo una ininterrumpida amistad. Cito aquí únicamente a aquellos discípulos míos más antiguos que se han creado ya un nombre en la literatura del psicoanálisis, y la omisión de otros más modernos no significa en modo alguno una menor estimación, pues entre ellos hay inteligencias en las que pueden fundarse grandes esperanzas. Un hombre intolerante y absorbente no hubiera podido conservar en derredor suyo una tan numerosa legión de personas de alta intelectualidad, sobre todo no poseyendo, como no poseo, medio alguno práctico de atracción. Continúa…
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