martes, 22 de marzo de 2011

AUTOBIOGRAFÍA. SIGMUND FREUD (1924-1925)

LA SEXUALIDAD INFANTIL


He indicado ya que la investigación de las causas y fundamentos de la neurosis nos llevó, con frecuencia cada vez mayor, al descubrimiento de conflictos entre los impulsos sexuales del sujeto y la resistencia contra la sexualidad. En la busca de las situaciones patógenas en las cuales se habían producido las represiones de la sexualidad, y de las cuales procedían los síntomas, surgidos como productos sustitutivos de lo reprimido, llegamos hasta los años más tempranos de la vida infantil del sujeto. Resultó así algo que los poetas y psicólogos han afirmado siempre, esto es, que las impresiones de este temprano período de vida, no obstante sucumbir en su mayor parte a la amnesia, dejan huellas perdurables en el desarrollo del individuo, determinando, sobre todo, la predisposición a ulteriores enfermedades neuróticas. Pero dado que en estas impresiones infantiles se trataba siempre de excitaciones sexuales y de la reacción contra ellas, nos encontramos ante el hecho de la sexualidad infantil, que significaba otra novedad contraria a los más enérgicos prejuicios de los hombres. Se acepta, en efecto, generalmente que la infancia es «inocente», hallándose libre de todo impulso sexual, y que el combate contra el demonio de la «sensualidad» no comienza hasta la agitada época de la pubertad.
Los casos de actividad sexual observados en sujetos infantiles eran considerados como signos de degeneración o corrupción prematura o como curiosos caprichos de la Naturaleza. Son muy pocos los descubrimientos del psicoanálisis que han tropezado con una repulsa tan general y provocado tanta indignación como la afirmación de que la función sexual se inicia con la vida misma y se manifiesta ya en la infancia por importantísimos fenómenos. Y, sin embargo, ningún otro descubrimiento psicoanalítico puede ser demostrado tan fácil y completamente como éste.
Antes de adentrarme más en el estudio de la sexualidad infantil he de recordar un error, al que sucumbí durante algún tiempo, y que hubiese podido serme fatal. Bajo la presión del procedimiento técnico que entonces usaba, reproducían la mayoría de mis pacientes escenas de su infancia cuyo contenido era su corrupción sexual por un adulto. En las mujeres este papel de corruptor aparecía atribuido, casi siempre, al padre. Dando fe a estas comunicaciones de mis pacientes, supuse haber hallado en estos sucesos de corrupción sexual durante la infancia las fuentes de las neurosis posteriores. Algunos casos en los que tales relaciones con el padre, el tío o un hermano mayor habían continuado hasta años cuyo recuerdo conservaba clara y seguramente el sujeto, robustecieron mi convicción.
No extrañaré que ante estas afirmaciones sonría irónicamente algún lector, tachándome de demasiado crédulo; pero he de hacer constar que esto sucedía en una época en la que imponía intencionadamente a mi juicio crítico una estrecha coerción para obligarle a permanecer imparcial ante las sorprendentes novedades que el naciente método psicoanalítico me iba descubriendo. Cuando luego me vi forzado a reconocer que tales escenas de corrupción no habían sucedido realmente nunca, siendo tan sólo fantasías imaginadas por mis pacientes, a los que quizá se las había sugerido yo mismo, quedé perplejo por algún tiempo. Mi confianza en mi técnica y en los resultados de la misma recibió un duro golpe. Había llegado, en efecto, al conocimiento de tales escenas por un camino técnico que me parecía correcto, y su contenido se hallaba evidentemente relacionado con los síntomas de los que mi investigación había partido. Continúa…

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