jueves, 20 de agosto de 2009

SUEÑO DE LA MUERTE DE PERSONAS QUERIDAS IV




Antes de rechazar esta idea, tachándola de monstruosa, deberán examinarse atentamente las relaciones afectivas entre padres e hijas, comprobando la indudable diferencia existente entre lo que la evolución civilizadora exige que sean tales relaciones y lo que la observación cotidiana nos demuestra que en realidad son. Aparte de entrañar más de un motivo de hostilidad, constituye terreno abonado para la formación de deseos rechazables por la censura. Examinaremos, en primer lugar, las relaciones entre padre e hijo. A mi juicio, el carácter sagrado que hemos reconocido a los preceptos del Decálogo vela nuestra facultad de percepción de la realidad, y de este modo no nos atrevemos casi a darnos cuenta de que la mayor parte de la Humanidad infringe el cuarto mandamiento.

Tanto en las capas más altas de la sociedad humana, como en las más bajas, suele posponerse el amor filial a otros intereses. Los oscuros datos que en la mitología y la leyenda podemos hallar sobre la época primitiva de la sociedad humana nos dan una idea poco agradable de la plenitud de poder del padre de la tiranía con que el mismo hacía uso de ella. Cronos devora a sus hijos y Júpiter castra a su padre y le arrebata el trono. Cuanto más ilimitado era el poder del padre en la antigua familia, tanto más había de considerar a su hijo y sucesor como un enemigo, y mayor había de ser la impaciencia del hijo por alcanzar el poder de la muerte de su progenitor. Todavía en nuestra familia burguesa suele el padre contribuir al desarrollo de los gérmenes de hostilidad que las relaciones paterno-filiales entrañan, negando al hijo el derecho de escoger su camino en la vida o los medios necesarios para emprenderlo. El médico tiene frecuentísimas ocasiones de comprobar cómo el dolor causado por la muerte del padre no basta para reprimir la satisfacción de la libertad por fin alcanzada. Sin embargo, los restos de la potestas patris familias, muy anticuada ya en nuestra sociedad, son celosamente guardados todavía por todos los padres, y el poeta que coloca en primer término de su fábula la antiquísima lucha entre padre e hijo puede estar seguro de su efecto sobre el público. Las ocasiones de conflicto entre madre e hija surgen cuando esta última, hecha ya mujer, encuentra en aquélla un obstáculo a su deseada libertad sexual y le recuerda, a su vez, que para ella ha llegado ya el tiempo de renunciar a toda satisfacción de dicho género.

Todas estas circunstancias se presentan a nuestros ojos con perfecta evidencia. Pero como no bastan para explicarnos el hecho de que estos sueños sean también soñados por personas sobre cuyo amor filial en la actualidad no cabe discusión habremos de suponer que el deseo de la muerte de los padres se deriva también de la más temprana infancia. Esta hipótesis queda confirmada por el análisis y sin lugar a duda alguna, con respecto a los psiconeuróticos. Al someter a estos enfermos a la labor analítica descubrimos que los deseos sexuales infantiles -hasta el punto de que hallándose en estado de germen merecen este nombre- despiertan muy tempranamente y que la primera inclinación de la niña tiene como objeto al padre, y la del niño, a la madre. De este modo, el inmediato ascendiente del sexo igual al del hijo se convierte para éste en importuno rival, y ya hemos visto, al examinar las relaciones paternas, cuán poco se necesita para que este sentimiento conduzca al deseo de muerte. La atracción sexual actúa también, generalmente, sobre los mismos padres, haciendo que por un rasgo natural prefiera y proteja la madre a los varones, mientras que el padre dedica mayor ternura a las hijas, conduciéndose en cambio ambos con igual severidad en la educación de sus descendientes cuando el mágico poder del sexo no perturba su juicio. Los niños se dan perfecta cuenta de tales preferencias y se rebelan contra aquel de sus inmediatos ascendientes que los trata con mayor rigor. Para ellos, el amor de los adultos no es sólo la satisfacción de una especial necesidad, sino también una garantía de que su voluntad será respetada en otros órdenes diferentes. De este modo siguen su propio instinto sexual y renuevan al mismo tiempo con ello el estímulo que parte de los padres cuando su elección coincide con la de ellos.

La mayor parte de los signos en que se exteriorizan estas inclinaciones infantiles suele pasar inadvertida. Algunos de tales indicios pueden observarse aún en los niños después de los primeros años de su vida. Una niña de ocho años, hija de un amigo mío, aprovechó una ocasión en que su madre se ausentó de la mesa para proclamarse su sucesora, diciendo a su padre: «Ahora soy yo la mamá. ¿No quieres más verdura, Carlos? Anda, toma un poco más.» con especial claridad se nos muestra este fragmento de la psicología infantil en las siguientes manifestaciones de una niña de menos de cuatro años, muy viva e inteligente: «Mamá puede irse ya. Papá se casará conmigo. Yo quiero ser su mujer.» En la vida infantil no excluye este deseo un tierno y verdadero cariño de la niña por su madre. Cuando el niño es acogido durante la ausencia del padre en el lecho matrimonial y duerme al lado de su madre hasta que al regreso de su progenitor vuelve a su alcoba, al lado de otra persona que le gusta menos, surge en él fácilmente el deseo de que el padre se halle siempre ausente para poder conservar sin interrupción su puesto junto a su querida mamá bonita, y el medio de conseguir tal deseo es, naturalmente, que el padre muera, pues sabe por experiencia que los «muertos», esto es, personas, como, por ejemplo, el abuelo, se hallan siempre ausentes y no vuelven jamás.


Continúa.

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