Pasemos ahora de las fantasías al poeta. ¿Deberemos realmente arriesgar la tentativa de comparar al poeta con el hombre «que sueña despierto», y comparar sus creaciones con los sueños diurnos? Se nos impone, ante todo, una primera diferenciación: hemos de distinguir entre aquellos poetas que utilizan temas ya dados, como los poetas trágicos y épicos de la antigüedad, y aquellos otros que parecen crearlos libremente. Nos atendremos a estos últimos y elegiremos para nuestra comparación no precisamente los poetas que más estima la crítica, sino otros más modestos: los escritores de novelas, cuentos e historias, los cuales encuentran, en cambio, más numerosos y entusiastas lectores. En las creaciones de estos escritores hallamos, ante todo, un rasgo singular: tienen un protagonista que constituye el foco del interés, para el cual intenta por todos los medios el poeta conquistar nuestras simpatías, y al que parece proteger con especial providencia. Cuando al final de un capítulo novelesco dejamos al héroe desvanecido y sangrando por graves heridas, podemos estar seguros de que al principio del capítulo siguiente lo encontraremos solícitamente atendido y en vías de restablecimiento; y si el primer tomo acaba con el naufragio del buque en el que nuestro héroe navegaba, es indudable que al principio del segundo tomo leeremos la historia de su milagroso salvamento, sin el cual la novela no podría continuar. El sentimiento de seguridad, con el que acompañamos al protagonista a través de sus peligrosos destinos, es el mismo con el que un héroe verdadero se arroja al agua para salvar a alguien que está en trance de ahogarse, o se expone al fuego enemigo para asaltar una batería; es aquel heroísmo al cual ha dado acabada expresión uno de nuestros mejores poetas (Anzengruber): «No puede pasarme nada.» Pero, a mi juicio, en este signo delator de la invulnerabilidad se nos revela sin esfuerzo su majestad el yo, el héroe de todos los ensueños y de todas las novelas.
Otros rasgos típicos de estas narraciones egocéntricas indican la misma afinidad. El hecho de que todas las mujeres de la novela se enamoren del protagonistano puede apenas interpretarse como una posible realidad, pero sí desde luego comprenderse como elemento necesario del ensueño. Y lo mismo cuando las demás personas de la novela se dividen exactamente en dos grupos: «los buenos» y «los malos», con evidente renuncia a la variedad de los caracteres humanos, observable en la realidad. Los «buenos» son siempre los amigos, y los «malos», los enemigos y competidores del yo, convertido en protagonista. Ahora bien: no negamos en modo alguno que muchas producciones poéticas se mantienen muy alejadas del modelo del ingenuo sueño diurno, pero no podemos acallar la sospecha de que también las desviaciones más extremas podrían ser relacionadas con tal modelo a través de una serie de transiciones sin solución alguna de continuidad. Todavía en muchas de las llamadas novelas psicológicas me ha extrañado advertir que sólo una persona, el protagonista nuevamente, es descrita por dentro; el poeta está en su alma y contempla por fuera a los demás personajes. Acaso la novela psicológica debe, en general, su peculiaridad a la tendencia del poeta moderno a disociar su yo por medio de la autoobservación en yoes parciales, y personificar en consecuencia en varios héroes las corrientes contradictorias de su vida anímica. Especialmente contrapuestas al tipo del sueño diurno parecen ser aquellas novelas que pudiéramos calificar de «excéntricas», en las cuales la persona introducida como protagonista desempeña el mínimo papel activo, y deja desfilar ante ella como un mero espectador los hechos y los sufrimientos de los demás. De este género son varias de las últimas novelas de Zola. Pero hemos de advertir que el análisis psicológico de numerosos sujetos no escritores desviados en algunos puntos de lo considerado como normal nos ha dado a conocer variantes análogas de los sueños diurnos, en las cuales el yo se contenta con el papel de espectador.
Otros rasgos típicos de estas narraciones egocéntricas indican la misma afinidad. El hecho de que todas las mujeres de la novela se enamoren del protagonistano puede apenas interpretarse como una posible realidad, pero sí desde luego comprenderse como elemento necesario del ensueño. Y lo mismo cuando las demás personas de la novela se dividen exactamente en dos grupos: «los buenos» y «los malos», con evidente renuncia a la variedad de los caracteres humanos, observable en la realidad. Los «buenos» son siempre los amigos, y los «malos», los enemigos y competidores del yo, convertido en protagonista. Ahora bien: no negamos en modo alguno que muchas producciones poéticas se mantienen muy alejadas del modelo del ingenuo sueño diurno, pero no podemos acallar la sospecha de que también las desviaciones más extremas podrían ser relacionadas con tal modelo a través de una serie de transiciones sin solución alguna de continuidad. Todavía en muchas de las llamadas novelas psicológicas me ha extrañado advertir que sólo una persona, el protagonista nuevamente, es descrita por dentro; el poeta está en su alma y contempla por fuera a los demás personajes. Acaso la novela psicológica debe, en general, su peculiaridad a la tendencia del poeta moderno a disociar su yo por medio de la autoobservación en yoes parciales, y personificar en consecuencia en varios héroes las corrientes contradictorias de su vida anímica. Especialmente contrapuestas al tipo del sueño diurno parecen ser aquellas novelas que pudiéramos calificar de «excéntricas», en las cuales la persona introducida como protagonista desempeña el mínimo papel activo, y deja desfilar ante ella como un mero espectador los hechos y los sufrimientos de los demás. De este género son varias de las últimas novelas de Zola. Pero hemos de advertir que el análisis psicológico de numerosos sujetos no escritores desviados en algunos puntos de lo considerado como normal nos ha dado a conocer variantes análogas de los sueños diurnos, en las cuales el yo se contenta con el papel de espectador.
(Continúa)
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