viernes, 7 de enero de 2011

SOBRE LA PSICOLOGÍA DEL COLEGIAL (I)



Extraño sentimiento le embarga a uno cuando en años tan avanzados de la vida se ve una vez más en el trance de tener que redactar una «composición» de idioma alemán para el colegio. No obstante, se obedece automáticamente, como aquel viejo soldado licenciado de filas que al oír la orden de «¡firmes!» no puede menos de llevar las manos a la faltriquera, dejando caer al suelo sus bártulos. Es curioso el buen grado con que acepto la tarea, cual si durante el último medio siglo nada importante hubiera cambiado. Sin embargo, he envejecido en este lapso; me encuentro a punto de llegar a sexagenario, y tanto las sensaciones de mi cuerpo como el espejo me muestran inequívocamente cuán considerable es la parte de mi llama vital que ya se ha consumido. Hace unos diez años aún podía tener instantes en que de pronto volvía a sentirme completamente joven. Cuando, ya barbicano y cargado con todo el peso de una existencia burguesa, caminaba por las calles de la ciudad natal podía suceder que me topara inesperadamente con uno u otro caballero anciano pero bien conservado, al que saludaba casi humildemente, reconociendo en él a un antiguo profesor del colegio. Pero luego me detenía y, ensimismado, lo seguía con la mirada: ¿Realmente es él, o sólo alguien que se le asemeja a punto de confusión?
¡Cuán joven parece aún, y tú ya estás tan viejo! ¿Cuántos años podrá contar? ¿Es posible que estos hombres, que otrora representaron para nosotros a los adultos, sólo fuesen tan poco más viejos que nosotros? El presente quedaba entonces como oscurecido ante mis ojos, y los años de los diez a los dieciocho volvían a surgir de los recovecos de la memoria, con todos sus presentimientos y desvaríos, sus dolorosas trasmutaciones y sus éxitos jubilosos, con los primeros atisbos de culturas desaparecidas -un mundo que, para mí al menos, llegó a ser más tarde un insuperable medio de consuelo ante las luchas de la vida-; por fin, surgían también los primeros contactos con las ciencias, entre las cuales creíamos poder elegir aquélla que agraciaríamos con nuestros por cierto inapreciables servicios. Y yo creo recordar que durante toda esa época abrigué la vaga premonición de una tarea que al principio sólo se anunció calladamente, hasta que por fin la pude vestir, en mi composición de bachillerato, con las solemnes palabras de que en mi vida querría rendir un aporte al humano saber.
Llegué, pues, a médico, o más propiamente a psicólogo, y pude crear una nueva disciplina psicológica -el denominado «psicoanálisis»- que hoy embarga la atención y suscita alabanzas y censuras de médicos e investigadores oriundos de los más lejanos países, aunque, desde luego, preocupa mucho menos a los de mi propia patria. Como psicoanalista, debo interesarme más por los procesos afectivos que por los intelectuales; más por la vida psíquica inconsciente que por la consciente. La emoción experimentada al encontrarme con mi antiguo profesor del colegio me conmina a una primera confesión: no sé qué nos embargó más y qué fue más importante para nosotros: si la labor con las ciencias que nos exponían o la preocupación con las personalidades de nuestros profesores. En todo caso, con éstos nos unía una corriente subterránea jamás interrumpida, y en muchos de nosotros el camino a la ciencia sólo pudo pasar por las personas de los profesores: muchos quedaron detenidos en este camino y a unos pocos -¿por qué no confesarlo?- se les cerró así para siempre. Los cortejábamos o nos apartábamos de ellos; imaginábamos su probablemente inexistente simpatía o antipatía; estudiábamos sus caracteres y formábamos o deformábamos los nuestros, tomándolos como modelos. Despertaban nuestras más potentes rebeliones y nos obligaban a un sometimiento completo; atisbábamos sus más pequeñas debilidades y estábamos orgullosos de sus virtudes, de su sapiencia y su justicia. En el fondo, los amábamos entrañablemente cuando nos daban el menor motivo para ello; mas no sé si todos nuestros maestros lo advirtieron. Pero no es posible negar que teníamos una particularísima animosidad contra ellos, que bien puede haber sido incómoda para los afectados. Desde un principio tendíamos por igual al amor y al odio, a la crítica y a la veneración. El psicoanálisis llama «ambivalente» a esta propensión por las actitudes antagónicas; tampoco se ve en aprietos al tratar de demostrar el origen de semejante ambivalencia afectiva.

(Continuará)
Sigmund Freud 1914

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