domingo, 22 de agosto de 2010

ANÁLISIS TERMINABLE E INTERMINABLE -II-

Cuadro: "Blanca extranjera". Miguel Oscar Menassa

II. La discusión del problema técnico de cómo acelerar el lento progreso de un análisis nos lleva a otra cuestión más profundamente interesante: ¿Existe algo que pueda llamarse terminación natural de un análisis? ¿Existe alguna posibilidad de llevar un análisis hasta este final? si se juzga por el lenguaje corriente de los psicoanalistas, parecería que debe ser así, porque con frecuencia les oímos decir, cuando deploran o excusan las reconocidas imperfecciones de algún mortal: «Su análisis no estaba terminado», o «Nunca llegó a ser analizado hasta el final». Antes que nada hemos de decidir qué se quiere decir con la frase ambigua «el final de un análisis». Desde un punto de vista práctico es fácil contestar. Un análisis ha terminado cuando el psicoanalista y el paciente dejan de reunirse para las sesiones de análisis. Esto sucede cuando se han cumplido más o menos por completo dos condiciones: primera, que el paciente no sufra ya de sus síntomas y haya superado su angustia y sus inhibiciones; segunda, que el analista juzgue que se ha hecho consciente tanto material reprimido, que se han explicado tantas cosas que eran ininteligibles y se han conquistado tantas resistencias internas, que no hay que temer una repetición de los procesos patológicos en cuestión. Si dificultades externas impiden la consecución de esta meta, es mejor hablar de un análisis incompleto que de un análisis inacabado.

El otro significado de «terminación» de un análisis es mucho más ambicioso. En este otro sentido lo que preguntamos es si el analista ha tenido una influencia tal sobre el paciente que no podrían esperarse mayores cambios en él aunque se continuara el análisis. Es como si fuera posible obtener por medio del psicoanálisis un nivel de normalidad psíquica absoluta - un nivel que confiáramos en que había de permanecer estable -, como si hubiéramos logrado resolver cada una de las represiones del paciente y llenar todas las lagunas de su memoria. Primeramente debemos consultar nuestra experiencia para saber si tales cosas ocurren realmente y entonces volver a nuestra teoría para descubrir si existe alguna posibilidad de que esto suceda. Todo analista ha tratado unos pocos casos que han tenido este satisfactoria resultado. Ha logrado hacer desaparecer los trastornos neuróticos que no ha reaparecido ni han sido reemplazados por ningún otro. No dejamos de tener algunos conocimientos sobre los determinantes de estos resultados. El yo del paciente no había sido visiblemente alterado y la etiología de su trastorno era esencialmente traumática. Después de todo, la etiología de cualquier trastorno neurótico es mixta. O bien ocurre que los instintos son excesivamente intenso es decir, recalcitrantes a ser domesticados por el yo , o bien es el resultado de traumas prematuros que el yo inmaduro fue incapaz de dominar.

Por lo común existe una combinación de ambos factores: el constitucional y el accidental. Cuanto más intenso es el factor constitucional, más fácilmente llevará un trauma a una fijación y dejará detrás un trastorno del desarrollo; cuanto más intenso es el trauma, con tanta mayor seguridad se manifestarán sus efectos perjudiciales aun cuando la situación instintiva sea normal. No hay duda de que una etiología traumática ofrece un campo más favorable para el psicoanálisis. Solamente cuando un caso es de origen predominantemente traumático podrá hacer el psicoanálisis lo que es capaz de hacer de un modo superlativo; sólo entonces, gracias a haber reforzado el yo del paciente, logrará sustituir por una solución correcta la inadecuada decisión hecha en la primera época de su vida. Solamente en tales casos se puede hablar de que un análisis ha terminado definitivamente. En ellos el psicoanálisis ha hecho todo lo que debería y no tiene que ser continuado. Es verdad que si el paciente que ha sido curado nunca produce otro trastorno que necesite psicoanálisis, no sabemos hasta qué punto su inmunidad no es debida a un hado benéfico que le ha ahorrado tormentos demasiado graves.

Una intensidad constitucional del instinto y una alteración desfavorable del yo adquirida en la lucha defensiva en el sentido de que resulte dislocado y restringido, son los factores perjudiciales para la eficacia de un análisis y pueden hacer su duración interminable. Estaríamos tentados a hacer al primer factor - intensidad del instinto - responsable a su vez de la emergencia del segundo - la alteración del yo -; pero parece que el último tiene también una etiología propia. Y realmente debemos admitir que nuestro conocimiento de estas materias es todavía insuficiente. Sólo ahora llegan a convertirse en objetos del estudio psicoanalítico. En este campo el interés del análisis me parece que se halla mal orientado. En lugar de investigar cómo se realiza una curación por el psicoanálisis (una cuestión que creo que ha sido ya suficientemente elucidada), la pregunta debería referirse a cuáles son los obstáculos que se hallan en el camino de tal curación. Esto me lleva a tratar dos problemas que se derivan directamente de la la práctica psicoanalítica, como espero demostrar con los siguientes ejemplos: Un hombre que se había autoanalizado con gran éxito llegó a la conclusión de que sus relaciones con los hombres y las mujeres - con los hombres que eran sus competidores y con las mujeres a las que amaba - no se hallaban libres de alteraciones neuróticas, y como consecuencia se sometió al psicoanálisis por otra persona a quien consideraba como superior a él .

Esta iluminación crítica de sí mismo tuvo un pleno éxito. Se casó con la mujer a la que amaba y se convirtió en amigo y maestro de sus supuestos rivales. Muchos años pasaron de esta manera, durante los cuales sus relaciones con su psicoanalista permanecieron sin nubes. Pero entonces, por razones no apreciables exteriormente, se presentaron conflictos. El hombre que había sido psicoanalizado se hizo antagonista del analista y le reprochó que no había logrado hacerle un análisis completo. El analista, según él, debería haber sabido y haber tenido en cuenta el hecho de que una relación transferencial nunca puede ser puramente positiva; debería haber prestado atención a las posibilidades de una transferencia negativa. El psicoanalista se defendió diciendo que en la época del análisis no había signos de transferencia negativa. Pero si no había sabido descubrir algún ligero signo de ella - lo cual no había que descartar, si se consideraba el limitado horizonte del psicoanálisis en aquella primera época -, resultaba dudoso, pensó, que hubiera podido activar un tópico (o, como decimos nosotros, un «complejo») sólo mencionándolo en cuanto no era activo en el paciente en aquel momento. Ciertamente el activarlo habría requerido algún modo de conducta desagradable por parte del analista. Además, añadió, no toda buena relación entre un analista y su paciente durante y después del análisis ha de considerarse como una transferencia, porque existen también relaciones amistosas que están basadas en la realidad y que resultan viables.

Paso ahora a mi segundo ejemplo, que plantea el mismo problema. Una mujer soltera, ya no joven, había vivido aislada desde la pubertad por una incapacidad para caminar debida a grandes dolores en las piernas. Su estado era claramente de naturaleza histérica y había desafiado a muchos tipos de tratamiento. Un psicoanálisis que duró tres cuartas partes de un año hizo desaparecer el trastorno y devolvió a la paciente, una persona excelente y bien dotada, su derecho a participar de la vida. En los años que siguieron a su curación fue continuamente infortunada. Hubo desastres y pérdidas financieras en su familia, y conforme se fue haciendo más vieja, vio desaparecer cualquier esperanza de felicidad basada en el amor y en el matrimonio. Pero la ex inválida se enfrentó con todo valientemente y fue un apoyo para su familia en los tiempos difíciles. No puedo recordar si fue doce o catorce años después de su análisis cuando, por sufrir profusas hemorragias, hubo de someterse a un examen ginecológico. Se encontró un mioma que aconsejó la práctica de una histerectomía total. A partir de la operación la mujer enfermó de nuevo. Se enamoró del cirujano, incurrió en fantasías masoquistas acerca de los terribles cambios sufridos en su interior - fantasías con las que ocultaba su romance - y se mostró inaccesible a un posterior intento de psicoanálisis. Siguió siendo anormal hasta el fin de su vida. El tratamiento psicoanalítico se realizó hace tanto tiempo que no podemos esperar demasiados esclarecimientos basados en él; se hizo en los primeros años de mi trabajo como psicoanalista. No hay duda de que la segunda enfermedad de la paciente pudo surgir de la misma fuente que la primera, que había sido tratada con éxito, puede haber sido una manifestación diferente de los mismos impulsos reprimidos que el análisis había resuelto sólo incompletamente. Pero me siento inclinado a pensar que, a no haber sido por el nuevo trauma, no hubiera aparecido una nueva irrupción de la neurosis.

Estos dos ejemplos, que han sido seleccionados de intento entre un gran número de otros similares, bastarán para iniciar una dicusión de las cuestiones que estamos considerando. El escéptico, el optimista y el ambicioso los considerarán de muy diferente manera. El primero dirá que se halla comprobado ya que aún un tratamiento analítico seguido de éxito no protege al paciente, que en el momento ha quedado curado, de caer más tarde enfermo con otra neurosis - o realmente de una neurosis derivada de la misma raíz instintiva - es decir, de una recurrencia de su antiguo trastorno. Los otros considerarán que esto no ha sido demostrado. Objetarán que los dos ejemplos datan de los primeros tiempos del psicoanálisis, de hace veinte y treinta años, respectivamente, y que desde entonces hemos adquirido una comprensión más profunda y un conocimiento más amplio y que nuestra técnica ha cambiado de acuerdo con nuestros nuevos descubrimientos. Hoy, dirán, podemos pedir y esperar que un tratamiento psicoanalítico dé resultados permanentes, o por lo menos que si un paciente recae, su nueva enfermedad no resultará una reviviscencia de su primitivo trastorno instintivo, que se manifiesta de una forma nueva. Nuestra experiencia, mantendrán, no nos obliga a restringir tan materialmente las demandas que pueden hacerse a nuestro método terapéutico.

Mi razón para elegir estos dos ejemplos es, desde luego, precisamente que se hallan tan alejados en el pasado. Resulta evidente que cuanto más reciente es el resultado satisfactorio de un análisis, menos utilizable resulta para nuestra discusión, puesto que no podemos predecir cuál será la historia que sigue al restablecimiento. Las expectaciones del optimista presuponen claramente un número de cosas que no son precisamente evidentes por sí mismas. Suponen, en primer lugar, que realmente existe una posibilidad de solucionar un conflicto instintivo (o, más correctamente, un conflicto entre el yo y un instinto) definitivamente y para siempre; en segundo lugar, que mientras estamos tratando a alguien por un conflicto instintivo, podemos, de la manera que sea, inmunizarlo contra la posibilidad de cualquier otro conflicto de ese tipo, y en tercer lugar, que podemos, con propósitos de profilaxis, resolver un conflicto patógeno de esta clase que no se manifiesta en el momento por ninguna indicación y que es aconsejable hacerlo así. Presento estos problemas sin proponerme contestarlos ahora. Tal vez no sea posible actualmente dar una respuesta segura a ninguno de ellos. Probablemente puede proyectarse alguna luz sobre esto mediante consideraciones teóricas. Pero otro punto se presenta con claridad: si deseamos satisfacer las mayores exigencias con la terapéutica psicoanalítica, nuestro camino no nos llevará a un acortamiento de su duración.


Dr. Sigmund Freud.

Continúa

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