lunes, 18 de mayo de 2009

Sigmund Freud 1907 (1908) - EL POETA Y LOS SUEÑOS DIURNOS. - II-

El fantasear de los adultos es menos fácil de observar que el jugar de los niños. Desde luego, el niño juega también solo o forma con otros niños, al objeto del juego, un sistema psíquico cerrado; aun cuando no ofrece sus juegos, como un espectáculo, al adulto, tampoco se los oculta. En cambio, el adulto se avergüenza de sus fantasías y las oculta a los demás; las considera como cosa íntima y personalísima, y, en rigor, preferiría confesar sus culpas a comunicar sus fantasías. De este modo es posible que cada uno se tenga por el único que construye tales fantasías y no sospecha en absoluto la difusión general de creaciones análogas entre los demás hombres. Esta conducta dispar del sujeto que juega y el que fantasea tiene su fundamento en la diversidad de los motivos a que respectivamente obedecen tales actividades, las cuales son, no obstante, continuación una de otra. El juego de los niños es regido por sus deseos o, más rigurosamente, por aquel deseo que tanto coadyuva a su educación: el deseo de ser adulto. El niño juega siempre a «ser mayor»; imita en el juego lo que de la vida de los mayores ha llegado a conocer. Pero no tiene motivo alguno para ocultar tal deseo. No así, ciertamente, el adulto; éste sabe que de él se espera ya que no juegue ni fantasee, sino que obre en el mundo real; y, además, entre los deseos que engendran sus fantasías hay algunos que le es preciso ocultar; por eso se avergüenza de sus fantasías como de algo pueril e ilícito.

Preguntaréis cómo es posible saber tanto de las fantasías de los hombres, cuando ellos las ocultan con sigiloso misterio. Pues bien: es que hay una clase de hombres a los que no precisamente un dios, pero sí una severa diosa -la realidad-, les impone la tarea de comunicar de qué sufren y en qué hallan alegría. Son éstos los enfermos nerviosos, los cuales han de confesar también ineludiblemente sus fantasías al médico, del que esperan la curación por medio del tratamiento psíquico. De esta fuente procede nuestro conocimiento, el cual nos ha llevado luego a la hipótesis, sólidamente fundada, de que nuestros enfermos no nos comunican cosa distinta de lo que pudiéramos descubrir en los sanos. Veamos ahora algunos de los caracteres del fantasear. Puede afirmarse que el hombre feliz jamás fantasea, y sí tan sólo el insatisfecho. Los instintos insatisfechos son las fuerzas impulsoras de las fantasías, y cada fantasía es una satisfacción de deseos, una rectificación de la realidad insatisfactoria. Los deseos impulsores son distintos, según el sexo, el carácter y las circunstancias de la personalidad que fantasea; pero no es difícil agruparlas en dos direcciones principales. Son deseos ambiciosos, tendentes a la elevación de la personalidad, o bien deseos eróticos. En la mujer joven dominan casi exclusivamente los deseos eróticos, pues su ambición es consumida casi siempre por la aspiración al amor; en el hombre joven actúan intensamente, al lado de los deseos eróticos, los deseos egoístas y ambiciosos. Pero no queremos acentuar la contraposición de las dos direcciones, sino más bien su frecuente coincidencia; lo mismo que en muchos cuadros de altar aparece visible en un ángulo el retrato del donante, en la mayor parte de las fantasías ambiciosas nos es dado descubrir en algún rincón la dama, por la cual el sujeto que fantasea lleva a cabo todas aquellas heroicidades, y a cuyos pies rinde todos sus éxitos. Como veréis, hay aquí motivos suficientemente poderosos de ocultación; a la mujer bien educada no se le reconoce, en general, más que un mínimo de necesidad erótica, y el hombre joven debe aprender a reprimir el exceso de egoísmo que una infancia mimada le ha infundido para lograr su inclusión en la sociedad, tan rica en individuos igualmente exigentes.
(Continúa)

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