En efecto, nos ha enseñado que las actitudes afectivas frente a otras personas, actitudes tan importantes para la conducta ulterior del individuo, quedan establecidas en una época increíblemente temprana. Ya en los primeros seis años de la infancia el pequeño ser humano ha fijado de una vez por todas la forma y el tono afectivo de sus relaciones con los individuos del sexo propio y del opuesto; a partir de ese momento podrá desarrollarlas y orientarlas en distintos sentidos, pero ya no logrará abandonarlas. Las personas a las cuales se ha fijado de tal manera son sus padres y sus hermanos. Todos los hombres que haya de conocer posteriormente serán, para él, personajes sustitutivos de estos primeros objetos afectivos (quizá, junto a los padres, también los personajes educadores), y los ordenará en series que parten, todas, de las denominadas imágenes del padre, de la madre, de los hermanos, etc. Estas relaciones ulteriores asumen, pues, una especie de herencia afectiva, tropiezan con simpatías y antipatías en cuya producción escasamente han participado; todas las amistades y vinculaciones amorosas ulteriores son seleccionadas sobre la base de las huellas mnemónicas que cada uno de aquellos modelos primitivos haya dejado.
Pero de todas las imágenes de la infancia, por lo general extinguidas ya en la memoria, ninguna tiene para el adolescente y para el hombre mayor importancia que la del padre. El imperio de lo orgánico ha impuesto a esta relación con el padre una ambivalencia afectiva cuya manifestación más impresionante quizá sea el mito griego del rey Edipo. El niño pequeño se ve obligado a amar y admirar a su padre, pues éste le parece el más fuerte, bondadoso y sabio de todos los seres; la propia figura de Dios no es sino una exaltación de esta imago paterna, tal como se da en la más precoz vida psíquica infantil. Pero muy pronto se manifiesta el cariz opuesto de tal relación afectiva. El padre también es identificado como el todopoderoso perturbador de la propia vida instintiva; se convierte en el modelo que no sólo se querría imitar, sino también destruir para ocupar su propia plaza. Las tendencias cariñosas y hostiles contra el padre subsisten juntas, muchas veces durante toda la vida, sin que la una logre superar a la otra. En esta simultaneidad de las antítesis reside la esencia de lo que denominamos «ambivalencia afectiva». En la segunda mitad de la infancia se prepara un cambio de esta relación con el padre, cambio cuya magnitud no es posible exagerar. El niño comienza a salir de su cuarto de juegos para contemplar el mundo real que lo rodea, y debe descubrir entonces cosas que minan la primitiva exaltación del padre y que facilitan el abandono de este primer personaje ideal. Comprueba que el padre ya no es el más poderoso, el más sabio y el más acaudalado de los seres; comienza a dejar de estar conforme con él; aprende a criticarle y a situarle en la escala social, y suele hacerle pagar muy cara la decepción que le produjera. Todas las esperanzas que ofrece la nueva generación -pero también todo lo condenable que presenta- se originan en este apartamiento del padre.
En esta fase evolutiva del joven hombre acaece su encuentro con los maestros. Comprenderemos ahora la actitud que adoptamos ante nuestros profesores del colegio. Estos hombres, que ni siquiera eran todos padres de familia, se convirtieron para nosotros en sustitutos del padre. También es ésta la causa de que, por más jóvenes que fuesen, nos parecieran tan maduros, tan remotamente adultos. Nosotros les transferíamos el respeto y la veneración ante el omnisapiente padre de nuestros años infantiles, de manera que caíamos en tratarlos como a nuestros propios padres. Les ofrecíamos la ambivalencia que adquiriéramos en la vida familiar, y con ayuda de esta actitud luchábamos con ellos como habíamos luchado con nuestros padres carnales. Nuestra conducta frente a nuestros maestros no podría ser comprendida, ni tampoco justificada, sin considerar los años de la infancia y el hogar paterno. Pero como colegiales también tuvimos otras experiencias no menos importantes con los sucesores de nuestros hermanos, es decir, con nuestros compañeros. Estas empero han de quedar para otra ocasión, pues el jubileo del colegio orienta hacia los maestros la totalidad de nuestros pensamientos.
Sigmund Freud (1914)
Muy intersante este blog me gustaria que pasaras por el mio apenas esta comenzando
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